Los Danieles. Rompo la cama cuando…

Daniel Samper Ospina

Daniel Samper Ospina

Me leí La explosión controlada, el libro de Alejandro Gaviria sobre su paso por el gobierno, y agradecí que alguien elevara el nivel intelectual del debate, al punto de que, en el segundo capítulo, quise sumarme yo mismo al lenguaje académico para explicar nuestra melaza diaria. 

Apoyado en las tesis de Albert O. Hirschman, Gaviria explica que el mejor hijo de Ciénaga de Oro, el más hondo filósofo de Zipaquirá, vive preso en sus discursos platónicos, maldito soñador que duerme desnudo, como alguna vez lo confesó en una entrevista: que nuestro bello durmiente se echa en la cama mientras lo atrapa la inacción e imagina el cambio absoluto, con trenes elevados que atraviesan la selva por el cielo, médicos que recorren campiñas felices en medio de unicornios y arcoíris, y una agencia aeroespacial que permitirá a Circombia izar la bandera tricolor en la luz eterna del espacio. La base se podría construir en Chocontá, donde ya contamos con una antena. 

Añadiría ante el libro de Gaviria que Petro es una víctima del Síndrome de Walter Mirry, un típico exponente de la escuela platónica, si supiera qué diablos significan esas dos cosas, pero reconocí que el texto del exrector de los Andes demuestra que el circo que habitamos puede ser explicado con atisbos de grandeza. Y así se lo dije a mi esposa.

—Lee este libro: eleva el debate, ayuda a comprender por qué Petro, que confunde cambio con demolición, nos conduce a una lamentable utopía regresiva—le anuncié mientras se lo pasaba momentos previos al noticiero.
—¿Este es el de poemas de Roy Barreras?
—Perdón: este —corregí mientras le rapaba el volumen de mi bardo de cabecera y ponía en sus manos el del exministro de Educación.

Hirsichismo vs. platonismo; posibilismo vs. dogma. O, dicho de otro modo, la escuela de Maturana y la del Chiqui García: en eso se debate nuestro tirante presente político, pensaba mientras me recostaba a su lado y ella comenzaba a hojearlo, y yo reflexionaba, a la vez, sobre las teorías expuestas: ¿es el posibilismo una derivada del reflexionismo de Thoreau, o es este una ventana de aquel? Y en tal caso, ¿cuál ventana? ¿Una grande o una pequeña? ¿Podría alguien cerrarla, por favor, que de ahí viene el chiflón? 

Pero del noticiero brotaba, como de una alcantarilla, nuestra prosaica realidad, y apenas pude concentrarme en sus titulares: la industria de los moteles se declaró en crisis; la policía atrapó a un delincuente cuyo alias es Popó. Y, atención con esto, Íngrid Betancourt afirmó que Gustavo Petro padece una depresión de la que fue testigo cuando con su exesposo Carlos Alonso Lucio lo visitaron en su apartamento de Bruselas y lo hallaron inconsciente en el piso. Agradeciendo la cortesía, el presidente ripostó con la denuncia de que Íngrid y Carlos Alonso le rompieron una cama.

—¡Qué horror! —exclamó mi esposa. 
—¿A qué escuela de pensamiento pertenecerá Íngrid? —indagué en voz alta mientras procuraba sostener el nivel de la discusión donde lo había dejado Gaviria.
—¿Cómo pueden ser uno presidente y la otra excandidata y sacarse esos trapos sucios? —siguió diciendo mi mujer con impresión, digna hija del impresionismo. 

Como me resistía a que el debate destilara de nuevo el pestilente olor a la realidad de siempre, la llamé al orden con un tono académico que suele lucirme bastante bien:

—Íngrid —le aclaré— es una típica representante de la escuela liberal francesa, y en ese sentido tiene toda la lógica que actúe de ese modo: va de la praxis a la reflexión y de la reflexión a la praxis, y en ese péndulo halla su equilibrio. 
—¡Pero le rompió la cama! —me reclamó mi esposa.
—Seguramente ahí perdió ese equilibrio —rematé mientras imaginaba los hechos.

Porque, muy a mi pesar, desde que oí ambas declaraciones, no he podido dejar de recrear la escena en mi cabeza: es invierno. Íngrid y Lucio visitan a Gustavo Petro, pero lo hallan acostado en el suelo. Deciden entonces dar una vuelta a la cuadra y regresan al apartamento de los Petro Herrán, acaso porque hace frío, acaso porque allá también, en Bruselas, la industria de los moteles se encuentra en crisis.

—Buenas, ¿Gustavo ya se despertó? —pregunta Íngrid.
—No, señora… sigue en el piso —responde Mary Luz.
—¿Lo cual significa que la cama está libre? —indaga Carlos Alonso.
—Sí, señor.
—¿Sería tan amable de prestárnosla? —se anima Íngrid.
—¿Y eso como para qué sería? —desconfía Mary Luz. 
—Para ver el noticiero —disimula Carlos Alonso.

En ese momento Petro se reincorpora.

—Mire, mijo: su amigo del M-19, que si les prestamos la cama….
—¿Carlos Alonso? —pregunta, extrañado, Gustavo Francisco.
—Ejem, Gustavo, sí… Es para esconder la espada de Bolívar… La tengo yo.
—Mijo dirá si se la prestamos… —interviene Mary Luz.
—¿Y necesitan solo la cama o también la piyama? —pregunta Petro—. Porque yo duermo desnudo…

En ese momento Íngrid y Carlos Alonso se van al cuarto, cierran la puerta con seguro, y salen media hora después, con una sonrisa avergonzada.

—Gracias, Gustavo; excelente la emisión del noticiero, pero tuvimos un pequeño accidente con la cama —confiesa Íngrid.
—Nada que no se pueda solucionar reemplazando una pata con el directorio telefónico —aclara él.
—Y con tres o cuatro tablas de las de abajo —dice ella.
—Y con otro colchón.

A diferencia del título del libro, esta explosión parecía descontrolada.

—Me va a tocar seguir durmiendo en el piso, mija —se resigna Petro cuando los invitados se van.

La misma semana en que leí el libro de Alejandro Gaviria, una excandidata presidencial dice que el presidente es un cocainómano depresivo y el presidente le responde recordándole que le rompió una cama con su expareja, y, en fin, eso somos, amigos. Solo falta que los moteles terminen de quebrar y que alias Popó se fugue de la cárcel en la que purga, si me dejan decirlo así, su pena: que se escape como por entre un tubo, si me permiten de nuevo decirlo de ese modo. 

Quise repetir la escena de los Lucio Betancourt durante la sección de deportes del noticiero, pero mi esposa parecía sumergida en el libro.  Regresé entonces al poemario de Roy Barreras y al ratico traté de conciliar el sueño. Aprovechando que la cama no está rota.
 

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