Por coronel (r) Carlos Alfonso Velásquez
¿Matrimonio homosexual? ¿Derecho a adoptar por parte de personas del mismo sexo? Parecerían ser reclamaciones ya obsoletas puesto que el relativismo sigue “avanzando”: con lo “queer” ya no importa la verdad sobre el hombre y la mujer como punto de partida de cualquier consideración ética, sino la visión de la realidad condicionada por el desenfreno sexual. Lo que se está poniendo de moda y pretende regir en leyes y en medios es lo “queer”, que ha convertido en enemigo al “régimen heteropatriarcal”. En efecto, casarse o tener hijos, identificarse como hombre o mujer, supone acatar lo que Judith Butler, una de las promotoras de la ideología “queer”, llama la “matriz heterosexual”.
Se equivoca quien suponga que es solo frivolidad emplear en un discurso “elles”, en lugar del más genérico “ellos”. Detrás de la invención de pronombres, como detrás de toda la jerga encargada de denostar la cultura hetero, colonialista y racista, hay una cosmovisión que pretende cambiar nuestras raíces culturales. No es por azar que Nietzsche haya dicho que no terminaríamos de desprendernos de Dios sino hasta que destruyéramos la gramática. Parafraseando al pensador alemán, quienes abanderan lo “queer”saben que tampoco se puede combatir la diferencia sexual sin edulcorar el lenguaje haciendo que las distinciones sintácticas salten en pedazos. Para entenderlo mejor veamos que inicialmente “queer” indicaba “lo raro” y se aplicaba al homosexual. Pues Teresa de Lauretis, renombrada feminista, le quitó al término dicho sentido, empleándolo para hacer referencia a toda sexualidad que no se adaptara al canon tradicional.
Lo cierto es que lo “queer” es lo más parecido a una bomba colocada en los cimientos de la civilización occidental puesto que es un movimiento ideológico que apuesta por vaciar de sustancia la realidad. Y en esa vía se ufana sosteniendo que no hay ni hombre ni mujer, ni varón ni hembra y que los genitales no tienen ningún significado. Si creemos que son determinaciones sexuales es que estamos sesgados. Butler lo sostiene con su concepción del género como acto performativo: somos nuestros actos; nuestras prácticas sexuales –sean cuales sean– nos definen.
Así como para el relativismo posmoderno toda diferencia – entre la verdad y la mentira, entre el bien y el mal, y entre la cordura y la locura– es el ejercicio de una sutil forma de violencia, lo mismo ocurre con la distinción sexual. Lo que Butler denomina “matriz heterosexual” no es más que un artificio para sojuzgar un deseo exuberante remiso al sentido común.
Y aunque tanto De Lauretis como Butler se consideran feministas, en realidad sus propuestas suponen un cuestionamiento de los postulados que defiende el feminismo clásico al desacreditar y renegar de la diferencia entre hombre y mujer. Eso ha suscitado un debate en el seno del feminismo pues, para quienes tanto han luchado en la defensa de la mujer, es absurdo afirmar que lo femenino no existe; que supone un encasillamiento poco compatible con la libertad del deseo. Por esto los defensores de lo “queer” acusan a dichas corrientes de transfobia y, de hecho, hay un enfrentamiento directo entre quienes piensan que mujer y hombre son constructos y los que defendiendo el feminismo desaprueban la moda “trans”. Se enfrentan así la sensatez con el absurdo.
El corte entre lo natural y lo cultural, entre el sexo y el género, entre lo necesario y lo libre, no opera de una forma tan marcada desde el ángulo antropológico. Lo humano es conciliar ambas esferas, sin dinamitarlas. Pero también hay que dejar claro que las realidades ontológicas no dan carta blanca ni para la discriminación, ni para la violencia. Y para esto es necesario no confundir tolerancia con exaltación.