Por Óscar Domínguez G.
Cuando lo descubren los abruma el ajedrez. Es como si hubieran incurrido en un caso de amor a primera vista. Para los neófitos, el ajedrez es una epifanía, una pasión. Se sienten a gusto con ese estupor que provoca el contacto con el mundo mágico de las piezas blancas y negras.
Los novicios del juego renuncian a la comida, al amor, al sueño, con tal de estar frente al tablero. Cuando lo ven jugar se les desata la adoración por los contendientes. Admiran su forma de agarrar las piezas, respirar, tomar tinto, fumar (bueno, cuando cigarrillo, bohemia y ajedrez iban juntos).
La sola presencia del rey sobre el tablero los encandila.
Dígase lo mismo de la empingorotada y multifacética reina, o dama, la dueña de los 64 escaques.
Estar en contacto con la realeza, así sea en el campo de la lúdica, les provoca fiebre a cuarenta. Encuentran irresistible la oportunidad de imponerle su destino a un monarca que no abdica.
No pueden creer que un pobre peón pueda convertirse en reina sin pasar por el quirófano donde también inventan nalgas artificiales.
El marrano -así se les dice a los chambones, calumniando de paso al cabizbajo rey del colesterol- se deslumbra ante un mate pastor. O del loco.
Al disco duro de los inefables marranos -y espero no estar calumniando a los pacíficos puercos- va llegando toda una batería de nuevas palabras. Hasta dormidos, sonámbulos, hablarán de jaques, enroques, sacrificios, gambitos, fianchetos. Los impacta que como en la música o en la vieja estructura de las noticias, en ajedrez se de esta trinidad bendita: apertura, medio juego, final.
Invitan a almorzar cuando por algún azar se enteran de que el ajedrez es de los únicos juegos que tienen diosa propia: Caissa, a la que se pueden encomendar. Y patrona, por lo menos en España, y olé: Santa Teresa de Jesús.
Se sorprenderá hasta la lágrima cuando sepa que el poeta Ovidio, (43 a. C.– 17 d. C.) en su libro El arte de amar, sugería a las mujeres utilizar el ajedrez como arma de seducción, y que Cervantes lo menciona en su Quijote. (En tiempos de Ovidio se conocía con el nombre chaturranga).
Se pregunta cómo ninguno de los evangelista lo menciona o ¿era que se la pasaban pescando a toda hora o sobándole la túnica a Jesús para hacer migas con él?
Muchos llegan al ajedrez de la mano del padre, de la madre, un maestro, un amigo, un futuro enemigo, o de un tío Alberto, como el de Serrat. Otros aprenderán el abc viendo mover las piezas, como esos genios musicales que aprendieron a tocar violín o maracas sin partitura, por sospecha. O por su majestad la inercia.
En muchos casos, las clases de química, física o trigonometría de bachillerato pasarán a un segundísimo plano: primero el billar o el ajedrez, una forma de ejercer la independencia, la autonomía, la libertad.
En ese sentido el ajedrez, que es la soledad de dos en compañía, tiene mucho de la capacidad de destetarse de la férula doméstica.
Muchos secuestrados regresan del horror dándole gracias a Caissa por haber tenido el privilegio de tallar y acariciar unas piezas, de volcar en las 32 figuras sus penas ya que las alegrías son pocas para aquellos que han visto reducida su libertad a la diezmillonésima parte de nada…
El flamante marrano socializará con nuevos amigos, contrarios, genios, ingenios, talentos, talantes. A paso de tortuga irá encontrando la belleza que esconde el deporte en el que para todos hay. Caigan en la tentación del ajedrez. Me invitarán a trago indefinido y viejas ídem.