Por Óscar Domínguez G.
El Colombiano
Los pensionados dedicamos parte de nuestros ocios a mirar los vestidos viejos que bostezan en el ropero. Somos parceros. Nos miramos a los ojos con cierta nostalgia. Nos damos el besito de las buenas noches y de los buenos días.
Nos preguntamos cómo nos trata el ocaso. Indagamos por el estado del colesterol , cómo andamos de los triglicéridos, qué dijo el laboratorio sobre su graciosa majestad la próstata. Nos decimos mentiras piadosas y seguimos adelante. “Yo también tuve veinte años”, me parece oírle cantar a uno de esos vestidos.
Esa ropa colgada es la misma con la que triturábamos espartanos horarios de oficina. Me recuerdan aquellos trapitos colgados en los balcones o en alambres para que los seque el electrodoméstico de pared llamado sol.
Como sucede con los muebles viejos, podríamos prescindir de ellos y el mundo seguiría roncando indiferente. La industria del reciclaje los recibiría con los brazos abiertos. En muchos países, la gente saca sus cachivaches viejos a la calle para que los interesados amueblen sus cambuches. Lo mismo se podría hacer con la ropa llamada a calificar servicios.
Recuerdo que en mi jodentud, en momentos de vacas flacas económicas, dejaba trajes con restos de vida útil donde “El pobre Luis”. Eso no lo haría hoy por solidaridad. Mis chiros y yo seguiremos envejeciendo de pipí cogidos. Es el pacto no escrito que hemos firmado.
Es mejor no caer en la tentación de salir de esas prendas porque en cualquier momento un matrimonio o algún entierro – distinto del propio – los rescatan del ropero donde sobreviven amancebados con las polillas.
Tales hebras que acusan fatiga de metal en los cuartos traseros, me recuerdan esos libros viejos que nos acompañan día y noche. Solemos frecuentarlos para releer nuestros subrayados. Es una forma de medirnos el aceite como lectores.
Abro La casa de las bellas durmientes, de Kirosawa, cuya lectura me enfría hasta la silla turca, y me encuentro con esta metáfora: “Se le ocurrió una idea (al anciano Eguchi): los viejos tienen la muerte, y los jóvenes el amor, y la muerte viene una sola vez y el amor muchas”.
He pedido que la reencarnación me la den en plata pero como siento que viví en tiempos de los tres mosqueteros de Dumas, me veo cómodo en el oficio de Aramís, el más vago y religioso de los espadachines. Así arranca la novela en edición proletaria de la mexicana Porrúa: “El primer lunes de abril de 1626…”.
Y aunque habría sido regular pirata, vuelvo a las novelas de Salgari: “Entre las tinieblas y alzándose del mar…”, dice el párrafo de entrada de El Corsario Negro.
La ropa colgada y los viejos libros dan un silencioso parte de micción, perdón, de misión cumplida. Son una nota de pie de página en nuestras hojas de vida. Se quedan conmigo; todos quietos en primera, papá.