El cáncer dijo adiós

Óscar Domínguez en el barrio La Candelaria en Bogotá (Foto de Andrea Domínguez Duque).

Por Óscar Domínguez G.

Hace diez años fui operado exitosamente de cáncer en la Clínica Reina Sofía, de Bogotá. En agradecimiento, en  enero de 2014 le envié estas líneas al dr. Santiago Escandón quien me operó.od

Doctor Escandón, saludos mil.

Hoy hace un año me echó bisturí en la Marly bogotana y despachó el cáncer que me iba pierna arriba. Bueno, por lo menos ese nuevo amigo-enemigo que me visitó, no ha vuelto a dejarse ver. Estoy muy agradecido con usted y su equipo.

Para mantener a raya a su majestad el cáncer me he hecho los chequeos pertinentes siguiendo las pautas de los médicos que me siguieron atisbando aquí en Medellín, algunos de ellos aventajados alumnos suyos. Se puede dar por satisfecho porque sus pupilos han hacen bien la tarea. 

En honor de ellos, recuerdo lo que nos dijo usted días antes de operarme: Ellos lo pueden hacer tan bien como yo. Pero finalmente, usted agarró el toro por los cuernos y me tiene en circulación. 

Eso sí, con una cremallera en el muslo izquierdo  que me delataría en caso de que me dictara ser un malandro de siete suelas. Por la cicatriz me reconocería la Interpol, o cualquier policía de un sol, el que alumbra para todos. 

Le cuento que finalmente le escurrí el bulto a cualquier cirugía estética. La cremallera la asumo como una condecoración ganada en combate. Además, darle gusto a la vanidad cuando he entrado a la edad del erotismo (69 años) es poco menos que un despropósito. Así marcharé rumbo al horno crematorio.

Muchas gracias por esa cirugía. Usted nos describió casi que con fruición la forma como procedería. Recuerdo que se le hacía agua la boca. Dibujó en un papel lo que había hecho el colega suyo que operó primero. Usted dijo que ampliaría el espectro de la parte enferma que extraería. “Saqué todo”, diría después con la alegría de Colón cuando pisó tierra americana y se encontró con unas indias de bandera. 

Un año después, no me duele una muela, doctor que vino del sur (Pasto e intermedias).  Hasta para enfermarme he sido de buenas. He tenido tan buena salud que me tendré que morir de aliviado. “Y el día esté lejano”, como dice un poeta de por acá. Aunque ustedes los nariñenses no están nada mal de poetas, con Aurelio Arturo en primera fila.

En usted, en ustedes los médicos, y los demás profesionales con los que trabaja, se cumple a cabalidad el mandato del Dalai Lama: comparte lo que sabes, es una forma de alcanzar la inmortalidad. Para mí, usted y sus colegas que han  tomado la posta, son inmortales que compartieron –y comparten- conmigo sus habilidades para mantenerme vivo en este acabadero de ropa que es la vida.

Me tienen disfrutando de familiares y amigos, mirando atardeceres, amaneceres, puedo abrir y cerrar una ventana, veo aterrizar aviones, crecer las plantas, puedo leer, escribir, que es lo que me ha permitido levantar para los garbanzos. 

Además,  asisto al crecimiento de los tres nietos que tienen en este abuelo a su bobo propio. (Hay un cuarto nieto: un bebé-pájaro en camino cuyos padres tuvieron a bien hacer nido en una pajarera que nos regaló un amigo. Mis conocimientos de otorrinolaringólogo, perdón, de ornitólogo, no son muy amplios pero sospecho que se trata de cucaracheros, unas pájaros felices en su simplicidad y que con su canto no le ocultan el sol a ningún colega. Vivir simple, sencillamente, sin estridencias, como ellos, es mi norte hoy en día).

Cuando oí la palabra cáncer después de los exámenes que me hicieron en Colsánitas, me asusté “como lengua mortal decir no pudo”. Máxime cuando una enfermera que tuvo acceso a los exámenes me saludó con esta perla en los pasillos de la clínica Reina Sofía en  Bogotá: ”Ahora sólo le queda rezar”.

Hasta testamento les hice a mi señora y a mis dos hijos. Claro que la descripción de mis bienes cabe en media servilleta, pero bueno. No es mucho lo que tengo para dejarles, salvo unas ganas bárbaras de vivir hasta que san Juan agache todos sus dedos.

Sentí la angustia, el desconcierto, el estupor, el culillo –uno de los nombres del miedo-  de quienes padecen los rigores del cáncer avanzado. Me veía cargando gladiolos. Hasta alcancé a decirme que si tenía una segunda oportunidad sobre la tierra sería de tal y tal forma. O sea, que cambiaría radicalmente. 

Hasta volví a creer en Dios. Ya aliviado, he vuelto a ser el mismo petardo de siempre, escéptico en sus ratos de ocio. Vaca ladrona no olvida portillo dice el adagio. Menos mal Dios se muere de la risa con los “ateos” de dos pesos como yo. Trabaja para todos, creyentes y no creyentes. «Perdonar es su oficio», como dijo algún filósofo alemán.

Prometí darme más al prójimo en esta segunda oportunidad pero esta asignatura sigue pendiente. Espero no desocupar el amarradero sin hacerlo.

De nuevo mil y mil gracias a usted y a sus colegas en Hipócrates que bregan con este pésimo paciente. No sirvo para estar enfermo. 

El cáncer me permitió entender mi fragilidad, me notificó que con un escueto soplo puedo abandonar la pasarela, y que más vale que siga confiando en ustedes. Como que no soy inmortal…

Con aprecio, odg.

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