Por: Jorge Emilio Sierra Montoya (*)
El Nuevo Mundo
En 1502, sólo diez años después del descubrimiento de América por obra y gracia de Cristóbal Colón, el conquistador español Rodrigo de Bastidas fue a parar en la Bahía de Cartagena, acompañado por Juan de la Cosa, “famoso navegante, explorador y cartógrafo” al decir de las crónicas históricas
Claro que el nombre de Cartagena vino después. Por lo pronto, lo que allí había era un pequeño caserío: Kalamarí o Calamari -al parecer, en alusión al calamar-, con menos de mil pobladores, indios caribes por más señas, quienes solían acostarse cómodamente en sus hamacas, vivían de la pesca y eran guerreros que al final del combate se sentaban tranquilos para devorar a sus rivales muertos en combate y apropiarse, así, de sus espíritus. Los caribes eran, pues, caníbales (nombre derivado del suyo, según expertos en etimologías).
Como si lo anterior fuera poco, al terminar la cena colgaban los cráneos de sus víctimas en una empalizada -en palos, mejor dicho-, no sólo para verlos como trofeos sino para amedrentar a quienes osaran enfrentarlos, sabiendo de antemano qué terrible fin les esperaba.
Los hombres blancos, sin embargo, no se acobardaron frente a las macabras escenas. Al contrario, lanzaron su fuerte arremetida militar, de la que no dejaban títere con cabeza. Sólo que ellos también en ocasiones la perdieron, como fue el caso del propio Juan de la Cosa, quien poco después de su llegada, hacia 1510, fue víctima mortal de flechas envenenadas, las cuales cubrieron tanto su cuerpo que éste se hizo irreconocible.
Don Juan, a propósito, fue quien hizo el primer mapa del Mar Caribe, a mucho honor.
Don Pedro, el fundador
El nombre de Cartagena vino después, con la fundación, cuando Pedro de Heredia, otro conquistador blanco, se apareció por estos lados hacia 1533, tomó posesión del lugar -“Como Pedro por su casa”, según suele decirse- y bautizó la ciudad en honor a su similar en España, consagrada a la protección de San Sebastián (santo que, según la historia, sobrevivió milagrosamente al martirio con letales flechas romanas).
El fundador creía, en fin, que el santo de su devoción les protegería también de los ataques de los indios, quienes aún estaban regados por todas partes. Y claro, él fue inmune a las flechas, pero no a la muerte en alta mar cuando estaba a punto de llegar a la madre patria tras la condena a prisión que le impusieron las autoridades imperiales.
“Se fue al fondo del mar, encadenado en su celda”, concluye algún documento sobre el naufragio.
Don Pedro, claro está, fue sentenciado por sus abusos de autoridad, entre los que seguramente no estaba, como sí lo estaría hoy, haber sido el primero en vender esclavos provenientes del África, ni mucho menos por la fortificación de la ciudad que se vio obligado a emprender debido a la enorme riqueza que empezó a circular por sus calles y el puerto, de donde partían los barcos cargados de oro.
En efecto, las otras grandes potencias de la época en Europa, encabezadas por Inglaterra y Francia, se negaron a aceptar el supuesto derecho divino de España sobre el Nuevo Mundo, otorgado por el papa Julio II, y fue así como sus corsarios y piratas, casi siempre con el apoyo oficial de ultramar, lanzaron “siete ataques de gran envergadura entre 1563 y 1697”, dispuestos a tomársela y ponerla al servicio de sus reinos.
Nunca lo lograron –Ciudad Heroica, sin duda-, aunque a veces la dejaron devastada, destruida, sólo liberada tras pagarse cuantiosas fortunas, como la que recibió el Barón de Pointis o el mismo Francis Drake, legendario corsario inglés en quien vale la pena detenerse por un momento.
La fantasía, nacida de la cruda realidad, alza vuelo de nuevo.
Toma de la Catedral
Y es que hacia 1586 apareció el temido Francis Drake, dispuesto a conquistar aquella Cartagena de Indias, codiciada por muchos. Como corsario, podía moverse a sus anchas en el mar, con la debida patente de corso otorgada por la corona británica, para hacerse a los codiciados tesoros que transportaban de regreso los barcos hispanos. Y como la ciudad no estaba todavía amurallada…
Drake lanzó, entonces, sus buques piratas; desembarcó en las playas que siglos después estarían plagadas de turistas; entró con sus tropas hasta la antigua Kalamarí, cuyos feroces indígenas ya no se veían por ningún lado; derrotó a las débiles fuerzas enemigas en una cruenta batalla por detrás de la Iglesia de Santo Domingo, y se tomó la plaza principal, el actual Parque de Bolívar que es el corazón de la ciudad histórica, para poner al frente de la Catedral uno de sus poderosos cañones, como advertencia.
Era un miércoles de ceniza. Acaso esto hizo que el obispo lo interpretara como señal del Altísimo para hacer el milagro deseado de una victoria imposible, sin importarle que el pirata hubiera vencido, quemara cien casas y exigiera, cuanto antes, el pago de 107 mil ducados.
No. Confiaba en la ayuda divina, en la omnipotencia descrita por numerosos pasajes bíblicos, mientras se negaba, con cientos de fieles en el templo, a entregar éste, su último refugio, con mayor razón ante las exorbitantes pretensiones económicas.
El disparo del cañón retumbó en la ciudad, atravesó la puerta principal de la iglesia y sólo se detuvo al volver trizas el altar mayor, con el techo encima y varias columnas desplomadas, ante lo cual el cura no tuvo otra salida que rendirse, hecho que siempre había descartado en sus exaltadas predicaciones que tanto conmovían a los parroquianos.
El cuantioso dinero, reclamado por la liberación, al fin se entregó; el corsario salió rumbo a su tierra, para llevarlo a la corona británica que con el tiempo enfrentaría a España hasta derrotarla y convertirse en la mayor potencia mundial, al tiempo que el prelado, hundido en el arrepentimiento y la desolación, murió de pena moral, que no es poca cosa.
Sólo que ahí se dio el impulso definitivo a la terminación de la muralla y la construcción del Castillo de San Felipe como gran baluarte del imperio español en las Indias Occidentales.
Castillo de San Felipe
En verdad, la obra, concebida desde 1536, se inició en firme hacia 1657 y sólo fue concluida casi un siglo y medio después, en 1798, a punta de trabajo esclavo, con un costo tan elevado que el mismo rey de España no se explicaba por qué a la máxima fortaleza de su imperio en América no lograba verla desde su palacio, al otro lado del mar.
Pero, el castillo fue surgiendo de la nada. Sobre un cerro, el Cerro de San Lázaro, a cuyos pies estaba nada menos que el Lazareto, un hospital de leprosos, con el que se pretendía ahuyentar a los enemigos por el grave riesgo de contagio.
Así, las rocas coralinas fueron vistiendo al cerro, cuya demolición propuesta por algún virrey resultaba incluso más costosa, hasta que al fin la edificación estuvo lista para dejarla, en forma paradójica, a la nueva república independiente, liberada del yugo español.
Sólo que antes de llegar a esto, apenas dos décadas después de terminar la gigantesca mole que hoy nadie podría financiar, fue mucha el agua que pasó bajo el puente. O la sangre, para ser exactos. Como cuando el Barón de Pointis, hacia 1697, atacó y se tomó a la ciudad entera, huyendo luego con el mayor botín de que se tenga historia.
La venganza es dulce, sin embargo. Pocos años más tarde, en 1741, el mismo día en que se cumplía otro aniversario de tan cruel derrota, fueron vencidas las tropas británicas comandadas por el almirante Vernon, a manos del ejército local bajo el mando de don Blas de Lezo, cuyo valor sin par saltaba a la vista: ¡era manco, cojo y tuerto, trofeos obtenidos en pasadas batallas!
Cuentos fascinantes, sin duda. Como el del colegio jesuita levantado sobre una parte de la muralla (donde hoy está el Museo Naval), hecho que desató un pleito de la madona cuya duración se prolongó durante treinta años, al término de los cuales tuvo que hacerse otro muro, varios metros más adelante, para cerrar de nuevo el corralito de piedra.
Historias y leyendas que se pasean todavía por las paredes y túneles, por las explanadas y baterías, por los fuertes y escaleras, por los puentes y la Plaza de Armas, con cañones apuntando hacia el mar y vigías metidos en sus pequeñas torres, mirando a través de las ventanas, listos para lanzar sus gritos de alerta.
La ciudad amurallada
“Ante estas murallas fueron humilladas Inglaterra y sus colonias”, reza una placa en la Torre del Reloj, la entrada principal a la ciudad antigua. Esa frase es tomada del testamento de don Blas de Lezo al registrar el citado triunfo de sus tropas sobre las de Vernon.
Pero, allí hay otra placa, alusiva al sitio de Cartagena durante la reconquista española de El Pacificador Pablo Morillo tras la caída en España de José Bonaparte (hermano de Napoleón, conocido con el apodo de Pepe Botella por sus aficiones etílicas) y el correspondiente retorno al trono del legítimo rey, quien las emprendió contra sus viejas posesiones en América, dispuesto a ejercer el dominio que no tardaría en perder por completo.
Según la leyenda impresa en la pared, por esta puerta salieron, el 5 de diciembre de 1815, los últimos defensores de Cartagena, “vencidos por el hambre y las enfermedades”, precisando que muchos de ellos nunca más volverían.
Nosotros, en cambio, entramos por ahí a la Plaza de los Coches, donde era la venta de esclavos, presidida paradójicamente por una estatua imponente del fundador, don Pedro de Heredia, pionero del negocio en cuestión, a cuyo costado, en una de sus calles laterales, permanece el Portal de los Dulces, exaltado por El Tuerto Luis Carlos López, el más célebre vate cartagenero, en versos deliciosos, exquisitos: “Dulces, frutas, revistas… Semillero / de mil cosas en una larga historia / de vitrinas…”.
La casa del poeta, a propósito, se conserva a la vuelta, tan abandonada como cuando vivía, con la bella dedicatoria que él le hizo: “¡Pobre casa de mis antepasados! / Si pudiera comprarte, si pudiera / restaurar tus balcones y tejados…”. Requiere, sí, su restauración, aún para impedir que el poema desaparezca, borrado cada vez más por el sol, el polvo y la lluvia.
Arriba, en la Plaza de Bolívar, la estatua de El Libertador, que nunca falta; los árboles y su sombra acogedora, las palomas y los vendedores de todo tipo, un escenario pintoresco que aparece enmarcado, en una de sus esquinas, por el Tribunal de la Inquisición, establecido desde 1610 hasta la primera independencia, la del 11 de noviembre de 1811, con sus cuentos de brujas y torturas, de herejes y brebajes para sacar el mal del ojo, atraer o alejar a los demonios y conquistar u olvidar amores imposibles.
Cerca de la Catedral, sobreviviente imperturbable de tantas catástrofes, está el Museo del Oro del Zenú, con diferentes obras de los indígenas que en silencio narran sus proezas, como la construcción de canales en sus vastos cultivos para frenar las inundaciones en época de invierno, origen a su vez del Canal del Dique, “la mayor obra hidráulica del imperio español en todos sus dominios”, concluida también poco antes de la independencia nacional.
¡Otra gran herencia española para su lejana colonia en el Nuevo Mundo!
Un tour para perderse
A ambos costados de la plaza de Bolívar, a pocas cuadras de distancia, se encuentran otras dos plazas emblemáticas de la ciudad colonial: de La Aduana, cercana a la de Los Coches, y de Santo Domingo, sitio de encuentro de los turistas por su ambiente festivo, con restaurantes y música callejera, la escultura de Fernando Botero –Gertrudis, bautizada por el pueblo-, los bellos balcones alrededor y la Iglesia con su torre torcida, como la muy famosa de Pisa en Italia.
El entorno de La Plaza de la Aduana es, por su parte, una hermosa colección de joyas, dignas de admirar: el Museo Naval, antiguo colegio de los jesuitas, con su amplia información de obligada consulta; el Museo de Arte Moderno, con obras como las de Cecilia Porras, Obregón y Grau, hijos ilustres de Cartagena, y la Iglesia de San Pedro Claver, El esclavo de los esclavos, con sus restos mortales a la vista del público en urna de cristal, situada en la base de un altar de mármol coronado con la figura del humilde misionero, pionero de los derechos humanos y la inclusión social.
No deje de visitar, al hacer su recorrido por la Ciudad Antigua y disfrutar el encanto de perderse en sus vías estrechas, el Parque Fernández de Madrid, las Bóvedas que fueron albergue de tropas y cárcel de próceres de la independencia (desde Antonio Nariño y Mariano Ospina Rodríguez), el Teatro Heredia decorado con la magia caribe de Grau, los monasterios y conventos transformados en universidades, embajadas y hoteles de cinco estrellas (el Santa Clara, por ejemplo), entre iglesias y más iglesias, mientras uno se deslumbra a cada paso con las casas de ensueño, donde el tiempo parece haberse detenido.
Son paseos maravillosos, inolvidables, que a veces nos sorprenden con versos en el suelo, tallados sobre la piedra, como los de Gómez Jattín en medio de su locura: “Pájaros hay que habitan árboles venidos del paraíso. / Una fuente dice, con voz de agua, que el tiempo del nuevo amor se acerca”.
Y es que en Cartagena, otra ciudad eterna, todo es poesía: los pájaros, los árboles, las fuentes, el agua, el amor de siempre…
(*) Escritor y periodista. Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua