Con el perdón de los cerdos… y de los pájaros

Lechón, cerdo o marrano para celebrar las fiestas de fin de año. Foto Elpopular.com

Por Óscar Domínguez G.

En la era de internet  no se habla de matar el marrano. Se ha impuesto un benévolo infinitivo: sacrificar. Los del gremio porcino mueren asépticamente, casi en olor de eutanasia. No se trata de humanidad. El “bobo sapiens” no ha llegado a semejantes niveles de decencia. Descubrió que sufriendo menos su carne sabe mejor. Pragmatismo ante todo.

Llegará el civilizado momento en que los marranos sean sacrificados escuchando trinos del Centro Democrático. O alguna columna mía.

Suelo recordar, abochornado, que en muchas navidades hice las veces de defensor del marrano que mataban en las fiestas de fin de año.

El matarife de turno los despachaba de una infame puñalada en el corazón. Sus lamentos desgarradores me siguen con la fidelidad del perrito de la Víctor. Cuando llega diciembre suelo recitar el respectivo mea culpa.

El sacrificio estaba precedido de un amago de juicio con acusador y defensor. No sé por qué me escogían como el Abelardo de la Espriella del manso ejemplar. ¿Tal vez porque era el encargado de sacar el perro al parque?

En ejercicio de mis funciones alegaba que no se podía elevar a la categoría de delito el hecho de que al comer, “mi defendido” se pasara por la galleta la urbanidad de Carreño.

Admitía que “olían, y no a ámbar”, como le dijo Don Quijote a Sancho la vez que aligeró la tripa cerca de su señor. Pero que el hecho de estar lejos del Chanel No. 5 tampoco daba para despacharlo.

Al frente tenía a avezados iguaranes y lombanas que hacían sustantivas acusaciones. Por solidaridad de cuerpo, todos terminábamos entrándole al chicharrón que nos deparaba el vapuleado rey del colesterol.

Otras navidades el pavo o pisco pagaba los platos rotos. Lo recuerdo con su cara de Subuso, el de la tira cómica, implorando la presencia del presidente de la asociación defensora de aves de tacaño vuelo. 

Que no falten el trago, la pólvora y el matrimonio buñuelos-natilla. Nunca faltaba el borracho que recitaba “El brindis del bohemio” que jamás pude borrar de mi disco duro.

Alcancía con cara de marrano

Para eliminar el inri de marranicida de mi vida decidí convertir el marrano-alcancía de barro en mi Banco de la República personal (foto). Y para hacerme perdonar del todo me convertí en devoto de la carne de cerdo. Decía Mia Farrow que el hombre termina devorando lo que más ama.  (Publicada en El Tiempo)

CON EL PERDON DE LOS PÁJAROS 

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El “mínimo y dulce” Francisco de Asís veía cualquier animal, así fuera un colibrí, helicóptero con alas, o “el lobo de Gubbia, el terrible lobo” que cantó Rubén Darío, y se le arreglaba el semestre. Invitaba a almorzar a todo el reino animal. Por eso se quedó sin plata. 

El contacto diario con los pájaros me remite al poema del caldense Antonio Mejía  titulado “Palabras al hijo para que no use cauchera”. Allí se lee: “La cauchera es traición. Es alevosa, tiene el sigilo de los criminales”. 

Al leer lo anterior por vez primera, sentí que el bardo Mejía estaba hurgando en mi prontuario de delincuente de pantalón cortico. 

Y acabó de volver trizas mi precaria hoja de vida con lo que sigue diciendo en su poema: “La cauchera es una bomba atómica lanzada sobre los Hiroshimas de los árboles”. El poeta y columnista me había dejado en paños menores espirituales. 

A partir de la lectura del poema de Antonio no me quedó otra alternativa que intentar un responso por los pájaros que en el pasado cayeron en desigual batalla gracias a mi eficiente puntería de sicario sin plumas. Y con cauchera, claro.  

“Vamos a matar pájaros”, era el macabro estribillo que recitábamos los piernipeludos depredadores de vereda, armados con nuestra propia “Hiroshima” último modelo, construida de algún palo de guayabo que no sabía el destino que le esperaba a sus pacíficas espaldas.

A unos les daba por tirar piedra contra el establecimiento. A nosotros, por ejecutar cobardes atentados contra esas Edith Piaf con plumas que son las aves. (En su homenaje, la pequeña Piaf adoptó el alias de “Gorrión” de París que es, sospecho, como el copetón sabanero o el pinche paisa). 

Cuando escucho las serenatas sin guitarra y sin licor que los pájaros nos dan todas las mañanas, no puedo menos que tratar de echarle tierra a mi prontuario caucheril. 

Para indemnizar asesinadas tórtolas, pinches, tominejos, silgas, azulejos, mayos, tórtolas, algún exótico pájaro carpintero colega de San José, decidí redistribuir mi ingreso con ellas poniéndoles plátano y agua. No me permiten que me les acerque tal vez porque algún cucarachero  les contó que no soy de fiar, que mi “ridiculum vitae” es oscuro, que maté a varios de sus colegas alados. (En la pajarera que tenemos los cucaracheros nos han hecho abuelos varia veces). (foto)

Los matábamos porque sí, porque nos daba la gana. Por verlos caer. Por sacar pecho cuando la piedra asesina daba en el blanco. A veces alguna tórtola se convertía en sopa.  

Cuando no los matábamos, los cazábamos solo para aplicarles la macabra eutanasia de hacerles perder el vuelo. (Qué diferencia con Leonardo da Vinci quien compraba pájaros en el mercado para regalarles la libertad). 

Alguna vez, en Colombia, la paloma de la paz le dejó su condición de tal a la guacamaya a ver si así nos funciona el proceso de reconciliación. Pues bien: si la guacamaya también tira la toalla ante la imposibilidad de que nos entendamos por las buenas, propondré la candidatura del pájaro mayo como nuevo logotipo de la paz.  

De niño atrapé un arrogante y esbelto mayo en mi jaula. Al verse privado de su libertad, casi se suicida en su espléndida primavera golpeándose contra los barrotes de la pequeña jaula. Volé a dejarlo libre. De allí mi candidatura. 

Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa, digo hoy en recuerdo de los pájaros que hoy no son. Y por los que tienen sus días contados ante la eficiencia de tiradores de nuevo cuño que apuntan desde la sombra “con el sigilo de los criminales”. 

Que vengan mejores días para los pájaros que, según el poema de Rogelio Echavarría, “no olvidan nunca su canción”,  “no inventan nuevos picos para el amor”, “no se enferman ni amanecen enguayabados”, “nunca se quejan de su fragilidad…”.  

Con el perdón de los pájaros, me abro del parche. (Líneas pasadas por el quirófano. Originalmente publicada en El Colombiano).

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