Crónicas con olor a gladiolos (6). La gata que murió de sus siete vidas

Gato con bota. (Miguel Gota Menéndez V.)

Por Óscar Domínguez G.

Este fúnebre mes de noviembre con su irrenunciable olor a gladiolos invita a hacerle guiños a su majestad la muerte para mantenerla a (im)prudente distancia.

Por ejemplo, se habla de las siete vidas del gato, pero nadie aclara, hasta este momento, que cuando mueren, mueren de todas ellas. No se quedan con nada. No son escaparate de nadie.

De todas sus muertes falleció la gata Tomasina, una minina sin pedigrí, feliz con su anonimato. Tenía la libertad por hábitat y se daba la gran vida en el viejo barrio bogotano de La Candelaria. Sin averiguar pergaminos, en sus hervores sexuales hacía el amor con el que dijera pago.

“Vivía en la eternidad del instante”. Algo tendrá que ver con los dos gatos que acompañan en su espléndido celibato al dimitente papa Benedicto XVI. Es tal la complicidad que se ha creado entre ellos que el antecesor de Francisco les habla en alemán y ellos le sonríen en italiano.

Creo haber descubierto el origen de la leyenda de las siete vidas: muchos gatos se dan breves sabáticos en el cementerio.

Algunos mortales, para exorcizar la muerte, también solemos frecuentar los jardines de paz. Aunque no para durar toda la vida, algo tan incómodo e insólito como morir para siempre. Se necesitaría un punto medio. ¿Pero quién le pone el cascabel a ese gato?

Otro truco para escurrirle el bulto a la pelona consiste en leer obituarios. Los hay que madrugan a leerlos en el periódico. Cuando constatan que no aparecen, saltan a la pasarela vida.

Se han ganado otro día de inmortalidad. Nos pasa a todos. Así que no nos perdamos el simple e insólito milagro de estar vivos como lo sugirió  una vez en Medellín ese relajado papa Francisco sin Vaticano que es Pepe Mujica, expresidente uruguayo.

Volvamos a Tomasina. Tan pronto se coló por la ventana en una casa de La Candelaria, se declaró ama y señora del predio. Contó con la complicidad de la defenestrada dueña de casa, Stella, quien ejerce el necesario oficio de vendedora de libros.

Ama tanto su trabajo que mira a los ojos al cliente y descubre enseguida qué libro necesita. Lo constaté cuando visité la Librería Central de Bogotá.

Mientras empacaba el libro “Historias humanas de perros y gatos”, de Gustavo Castro, Stella Rozzo, la súbdita de Tomasina, me contó que un buen día la gagta se esfumó, callada la boca, por la misma ventana arrodillada por la que había entrado.

Le recordó al romántico ladrón que dibuja un beso en el espejo a manera de coqueta despedida.

Stella volvió a saber de la gata cinco años después. Tan pronto vio a su antigua subalterna, Tomasina se arrojó en sus brazos. Había llegado a la tierra prometida de su benefactora. Ahí mismo murió de sus siete vidas.

Stella no se recupera del impacto. Le dio atea sepultura y siguió practicando la obra de misericordia número quince: dar de leer al hambriento

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