Por Óscar Domínguez Giraldo
Nota:
Por instrucciones de Nacho, nuestro chihuahua, comparto la nota-obituario que escribí sobre Yiya, muy french poodle ella, su antecesora en casa. Odg:
Mientras Yiya estuvo con nosotros todo los días era julio 21, del día del perro. Nuestra french poodle nos acompañó durante quince años.
La muy coqueta me entró por los pies. Un domingo cualquiera, mientras desayunaba después de algún recreo etílico, sentí una caricia en el sitio donde los humanos solemos llevar los dedos de los pies. Me asomé por debajo de la mesa y me encontré con la sorpresa de una ráfaga blanca, un cachorrito de días de nacido.
Yiya se metió en casa a mis espaldas. No fui consultado. Jamás habíamos tenido mascota. Pero desde ese momento se produjo un caso de amor a primera vista. Este tsunami con pelos nos flechó desde el vamos.
Empezó a seguirme por toda la casa. Los perrólogos – Freud de pedal- explicarían luego que los de su raza tienen cierta propensión al arribismo y le da prelación al macho alfa doméstico. Asume que el varón domado es el que tiene el poder. “Los demás, son los demás”.
Un poeta decía que “valió la pena vivir solo por ver pasar el viento”. Diría algo parecido hablando de nuestra amiga. Yiya nos mejoró la hoja de vida a todos en casa.
Y fuera de ella porque en sus hervores sexuales tenía toda una corte de aspirantes a sus encantos asechándola.
Muy pocos probaron sus mieles porque sus verdaderas mascotas, es decir, nosotros, controlábamos dictatorialmente sus devaneos sexuales.
Estos incluían una tendencia invencible a oler todos los árboles para descifrar el Chanel que dejaban sus conquistas.
Muy democrática en el amor, Yiya era capaz de irse con el que dijera pago. Mientras menos pedigrí tuviera el “mísero can”, más se le alborotaba la libido. Se mandaba sus aberracioncitas, digo yo a sus espaldas.
Nunca pensé que para nosotros Yiya sería más taquillera que Lassie o Rintintín que habíamos visto en la televisión de nuestros años mozos. A un segundo plano pasó también Nipper, el centenario y fiel perrito de la Víctor, o el perro que le hace la segunda a Chaplin en una de sus películas.
Aprendimos mucho de solidaridad, fidelidad, entrega, desinterés. Se portaba evangélicamente: su mano derecha ignoraba lo que hacía la izquierda. Pagaba en calidez y calidad humanas. No hay que hablar para expresar sentimientos, fue otro legado suyo.
Nos presentaba permanentes y respetuosos pliegos de peticiones con su colita, tempranamente mutilada por razones de coquetería. (Eso ya está prohibido en alguna ley que será violada sin contemplaciones…).
Se le salía la aristocracia francesa que le venía de cuna, cuando veía que se arrimaba a nuestro vehículo algún representante del sector informal. Me refiero a mendigos o limpiadores de vidrios. Se salía de casillas. Era su forma de marcar territorio por todos.
Las llamadas de nuestros amigos incluían siempre la pregunta: ¿Y qué tal Yiya? Al fin y al cabo era un miembro más del colectivo, dicho en la jerga socialbacana.
Con ella no solía haber ni un sí ni un tampoco. Salvo cuando se daba cuenta de que en la salida que haríamos no estaba incluida. Entonces se asilaba en algún rincón con una pinta tal de derrotada que muchas veces nos hizo reversar decisiones.
Nos conmovía aurículas y ventrículos cuando había que dejarla en una guardería para perros. Era como dejar parte de nosotros. En ese momento estoy seguro de que nos detestaba nada cordialmente.
Pero tenía la virtud de Greta Garbo: buena salud y mala memoria. Se olvidaba del desplante tan pronto nos veía de nuevo. Entonces retomábamos el hilo de nuestra complicidad.
Como cualquier diva, casi se muere en su espléndida primavera. Calculo mal cayó desde el ¡cuarto piso! del apartamento. Felizmente sobrevivió. Los médicos y los dioses caninos la pusieron de nuevo en circulación.
Más de una pena nos hizo pasar: cuando llegaba algún forastero a casa, preciso le daba por olerle las partes pudendas. Fuera hombre o mujer. No discriminaba. Quince años después de su partida no hemos podido desentrañar el porqué de esa debilidad.
Nos hizo abuelos a las primeras de cambio. La forma como se entregaba a su camada no tiene nombre. No los despintaba un segundo. Pero era pragmática: No derramaba una sola lágrima a medida que su prole iba tomando el camino de casas de parientes o amigos que después nos doblarían la cuota de licor y nos servirían la presa más grande cuando los visitábamos. Era la forma de agradecernos la espléndida compañía que les habíamos deparado.
También por su culpa tuvimos muchos amigos de perro. Sobre todo en los parques. Sin Yiya a bordo, esos “amigos” no nos conocían. Éramos importantes por la perrita, no por nuestro currículo. Un golpe a la vanidad del que tardábamos en reponernos.
Fue inmortal mientras estuvo viva. A los 15 años, equivalente a unos cien en las extrañas matemáticas perrunas, su salud se fue deteriorando. Hicimos lo posible y lo imposible por prolongarle la vida.
Finalmente, escuchando a Angee, su médica de cabecera, pensamos que era mejor enviarla al “infinito de los párpados cerrados” por la vía rápida de la eutanasia. Yo, cobardón, no estuve en la aplicación de la inyección. Gloria, mi señora, le hizo cristiana compañía.
Yiya fue un ser humano que se las dio de perro durante toda su vida.
Con gusto habríamos regalado su cuerpo a la ciencia para que los sabuesos investigaran dónde queda, de qué manera se forma la lealtad y cómo se clona, a ver si mejoramos los que andamos por la vida haciendo equilibrio en dos patas.
Siempre digo que solo acepto la reencarnación si incluye a Yiya para quien va nuestro amor eterno. (Crónica publicada en el libro de “l’enfant terrible” de Zipaquirá, Gustavo Castro Caycedo, “Historias humanas de perros y gatos”, recientemente reeditado).