Por Jairo Ruiz Clavijo
Tienen la calle por casa, son gatos en el salto y el manotazo, gorriones en el vuelo, gallitos en la pelea. Vagan en bandadas, en galladas, duermen en racimos, pegados por la helada del amanecer. Comen lo que roban o las sobras que mendiga en las basuras que encuentran, apagan el hambre y el miedo aspirando gasolina o pegamento. Tienen dientes grises y caras quemadas por el frío.
Arturo Dueñas, de la gallada de la calle Veintidós, se va de su banda. Está harto de dar el culo y recibir palizas por ser el mas pequeño, el chinche, el chichigua; y decide que mas vale largarse solo.
Una noche de éstas, noche como cualquier noche, Arturo se desliza bajo una mesa de restaurante, manotea una pata de pollo y alzándola como estandarte huye por las callejuelas. Cuando encuentra algún oscuro recoveco, se sienta a cenar. Un perrito lo mira y se relame. Varias veces Arturo lo echa y el perrito vuelve. Se miran: son igualitos los dos, hijos de nadie, apaleados, puro hueso y mugre.
Arturo se resigna y lo convida.
Desde entonces andan juntos, pati alegres, compartiendo el peligro y el botín y las pulgas y los piojos. Arturo, que nunca habló con nadie, cuenta sus cosas. El perrito duerme acurrucado a sus pies.
Y una maldita tarde los policías atrapan a Arturo robando buñuelos, lo arrastran a la Quinta Estación y allí le pegan tremenda pateadura. Al tiempo Arturo vuelve a la calle todo maltrecho. El perrito no aparece. Arturo corre y recorre, busca y rebusca, y no aparece. Mucho pregunta y nada. Mucho lo llama, y nada. Nadie en el mundo está tan solo como este niño de siete años que está solo en la ciudad de Bogotá, ronco de tanto gritar.
(Eduardo Galeano, El Siglo del Viento, Siglo XXI Editores, México 1916)
Jairo Ruiz Clavijo