Por Oscar Domínguez Giraldo
Cuando salí de ver la película Taxi, del director iraní Jafar Panahi, el impacto que me causó fue tal que me dije: Al primer taxista que abordes lo agarras a picos. Pero esa noche estaban tan ocupados los taxis de la franja amarilla como sus colegas de Uber. Las partes andan de constante pelea en muchos países de la aldea.
Para reconciliarse deberían ver juntos la cinta de Panahi: unos pagan la entrada y los perros calientes, los otros las crispetas y los que se fuman la marihuana medicinal de la paz.
Si juntan sinergias que llamamos los especialistas en nada harían el negocio de sus vidas. Los taxistas tradicionales se apropian de lo mejor de Uber y de otras plataformas, y estos hacen lo mismo. Y listo. De nada por la idea, pero algo tengo que aportar en favor de la convivencia ciudadana.
El reposado taxista-director Panahi que hizo su trabajo con las uñas, me recordó que el taxista es una rotativa que camina, un periódico de dos pies, una emisora que en vez de kilovatios tiene caballos de fuerza en la lengua.
Son narradores natos. Por su garganta pasa un premio Nobel de literatura que jamás será otorgado.
Para García Márquez, primer nobel hecho en Macondo, estos personajes son los reyes del sentido común, el menos común de los sentidos, según el gastado cliché.
Conocen de memoria los secretos que los enamorados se dicen en el esperanto de las manos. Cuando hay parejas a bordo del aparato, el espejo retrovisor hace las veces de DVD del taxista.
Tienen claro que lo que pasa en el taxi se queda en el taxi. Bueno, menos bolsos con plata que muchos suelen devolver.
Si tiene alguna consulta entre pecho y espalda, sóplesela al Freud sin sofá que lo lleva a su destino. No le cobrará impuesto por ahorrarle siquiatra.
En una carrera mínima o máxima comprobará que todo taxista es un politólogo a su manera que impone la dictadura radial.
Ellos son la sal y el azúcar de las ciudades. Sus jefes de relaciones públicas.
En algunas ciudades, como Medellín, para generar confianza, el pasajero puede sentarse adelante. En otras hay que viajar atrás.
Montar en taxi da la sensación de tener carro propio con chofer. Es cuando el arribista ego no cabe en la ropa.
El taxista nos nivela a todos por lo alto: Le da lo mismo Bill Gates que un activista del salario mínimo.
Disfrutemos de estos hipérbolicos de profesión que si no te gusta equis exageración te la cambian por otra. Y no exigen propina.
No tienen pelos en la lengua. Montando en taxi queda claro que si un desprestigio no dura más de 24 horas, en la boca de un señor del volante la honra dura lo que un suspiro.
Con la venia de Cortázar, recomiendo que al coger un taxi suba primero el pie izquierdo. O el derecho. La clave radica en no intentar subir ambas extremidades al tiempo.
Son coleccionistas de rostros fugaces. El pasajero es un clínex en la memoria ram del taxista que ahora tiene santo patrono vivo: Panahi, su colega iraní.
TAXISTAS
Todo tenemos nuestro directorio de taxistas. Mencionaré tres.
La vez que visité Londres, mi ilusión era conocer la buhardilla del 3 Pownall Terrace, o el primer piso del 287 de Kennington Road, donde transcurrió la infancia de Chaplin, nacido el 16 de abril de 1899.
Pero Ian, el rollizo y rosado taxista irlandés que nos trasteó de aquí para allá, nos dio la pésima noticia de que Kennington Road, ya no existía. Nos indemnizó con un apunte que «revaluaba» la teoría de otro Carlos británico, el naturalista Darwin: el hombre no desciende del mono, desciende del árbol donde se trepa el mono…
De viaje por Cuba, incluimos en la agenda una visita a Matanzas la ciudad donde nació la Sonora Matancera. El fugaz millonario que es todo viajero nos llevó a contratar taxi para que nos llevara a Varadero con escala musical en Matanzas. El taxista, un cubano guapachoso, aceptó el tour planteado y los que parten.
Pero en el camino, el hombre nacido bajo el paraguas de la revolución nos salió con que no podría llevarnos allí porque de pronto se metía en líos con la Ley. El socialbacano que nos habita aceptó la reculada y dejamos Matanzas para otra reencarnación. Eso sí, no le perdonamos el madrazo a Raúl, tocayo de Capablanca, excampeón mundial de ajedrez. Menos mal nos recomendó el Capablanca de Cabrera Infante. Quedamos en paz.
También recuerdo a un taxista residente en Bello quien me pareció la reencarnación del taxista de la cinta iraní. En promedio se pasa 16 horas camellando. Cero quejumbres.
Agradece que tiene un trabajo en qué gastarse su juventud. Convierte al pasajero que desaparecerá en minutos de su espejo retrovisor en un amigo más; lo motiva la cuota diaria que tiene que darle al patrón. Lástima no repetir taxistas de su calidad.
La veitiúnica vez que estuvimos en Buenos Aires, en el aeropuerto nos esperaba Aldo, locuaz taxista y perdón por la obviedad. Los taxistas de la aldea global nacen con el chip de la conversación incorporado.
Aldo, che, es bien vestido y mejor hablado. Podría ser ministro de algo. Nos da la primera cartilla de argentinidad en tierra firme. Somos todo ojos abiertos y oídos despiertos. No queremos perdernos detalle. Turista que no mire con ojos de niño, que se quede en casa.
De entrada, Aldo se las ingenia para mostrarnos en una foto que guarda en el parasol del carro a su mujer y a sus dos hijos. “Son lindos, pero no sé a quién se parecen”. Es el primer chiste que nos suelta para sacudirnos del bobo que llevamos dentro y que se dispara después de un largo viaje.
Aldo se autoflagela y cree conveniente aclarar que pese a su pinta de gentleman es un taxista particular, “pero un taxista, para que nos entendamos”. Quedamos nivelados por lo alto. Con el sexto sentido que tienen todos los de su especie, concluye que somos colombianos. (Además, el avión viene de Bogotá).
Nos informa el afable e inefable Aldo que seremos compañeros de vida por espacio de 30 kilómetros , los que separan el aeropuerto de Ezeiza de la capital. De ese trayecto habla 29 kilómetros 500 metros .
Y nos va traduciendo el paisaje. Matiza su charla con apuntes como éste: aquí lo peor que tenemos son los políticos y los corruptos. Le pongo papel carbón a lo dicho por nuestro conductor, pero me abstengo de decirlo. Tengo que hacer quedar bien al país que me vio berriar.
Imposible que entre un argentino y un colombiano que traban amistad no se hable enseguida de fútbol. Se confiesa hincha furioso del Boca Júnior y nos sugiere visitar el barrio de La Boca. Después de hablar de su equipo dice algo despectivo sobre el River Plate, el otro equipo importante. Pobres los demás equipos que ni siquiera son mencionados.
Como todos sus colegas, habla del gobierno. Hace la salvedad de que el presidente Kirchner “va bien”. Punto seguido, deja a Menem por el suelo: desestimuló la producción y la industria argentinas. Con Kirchner se ve la recuperación económica. Hasta su suegro logró rescatar una empresa que se fue a pique.
Tampoco hay argentino que no hable de la carne y su “carnal” el bife. En todo argentino duerme un chef de cocina. Metamorfoseado en chef, nos explica la diversidad de carnes que comen en su país. De la comida italiana dice que la preparan mejor en Argentina que en Italia. Nos abre el apetito. Nos encima la precisión sobre lo importante que fue y ha sido la migración italiana y española, principalmente. Este descendiente de italianos nos cuenta que los bolivianos suman un millón. Y nos muestra el barrio donde viven. El Estado les ha regalado casa, algo que no hacen con los argentinos. “Así funciona el país”, precisa Aldo, sin amargura. Comenta que con los chilenos no son buenas las relaciones. “No queremos ‘amigos’ que en la guerra de las Malvinas, le prestaron sus puertos al enemigo”.
Otra estadística – que no le creo, de pronto le escuché mal- en esta primera clase: el 95% de los argentinos es católico… aunque no muy practicantes. Agrega que donde veamos una iglesia, enseguida habrá un parque. Esa ecuación teología-ecología se repetirá en toda la ciudad.
“El verde mantiene a rayyyyyya la contaminación”, sentencia nuestro hombre, ensañándose en la y, como todos sus paisanos, mientras devora kilómetros en una autopista que es ágil a esa hora de la mañana. Finalmente llegamos al hotel. Y como nos ha notificado que la propina en su país se da de acuerdo con el servicio sacamos a relucir el rico epulón que es todo turista. Aldo regresa a lo suyo, nosotros seguimos en lo nuestro.