Por Óscar Domínguez G.
Laura Sarabia, jefe de Gabinete del presidente Petro y el embajador en Caracas, Armandito Benedetti, quienes andan de mucha mechoneada, pusieron en primera línea a las empleadas del servicio y a las niñeras. Guaqueando en mi archivo, encontré estas líneas. Od
Adela en Harvard
La película Roma que recrea la vida de una empleada doméstica en el México de los años setenta activó mi espejo retrovisor. Todos tenemos una o muchas Cleos en nuestras hojas de vida.
Por eso, casi acabo con las existencias de kleenex cuando leí la noticia de la presencia en la encopetada Universidad de Harvard de una líder de las empleadas domésticas de Colombia.
Su nombre es María Roa Borja, de Apartadó, Antioquia, quien defendió a su gremio para el que exigió respeto y valoración. Habló con conocimiento de causa porque sufrió las penas y las pocas alegrías de su arduo oficio.
Me habría gustado haber visto a su lado a Adela, la muchacha estrella en nuestra casa en esa eterna nostalgia que es la infancia.
Adela era un adagio que caminaba. Su sabiduría estaba sintetizada en los dichos que iba desgranando. Ni que se hubiera leído el Quijote. Nos ayudaba a bien-mal dormir contando historias de la Patasola y la Llorona que importó de Montebello, su terruño. Y el nuestro.
Con Adela, ya veterana y con matrimonio encima, escuchábamos radionovelas como el Derecho de Nacer, del cubano Félix B. Caignet, para los estudiosos el precursor de las telenovelas o culebrones que inundan desde siempre las pantallas chicas y grandes. Adela lloraba con nosotros o nos prestaba lágrimas cuando se nos acababan las nuestras.
In illo tempore, sin ninguna poesía, les decíamos sirvientas. En muchas casas las contrataban con “pienso” o “sin pienso”. Si “pensaban” el menú, facturaban más.
No sabían de prestaciones sociales. Se enfermaban – o se morían- de lo que podían, no de lo querían.
Siempre han tenido colgado el inri de que son la otra cruz del matrimonio. La primera cruz son los maridos que no hacen bien la tarea. O la hacen bien … pero en otros catres.
Adela hacía mil oficios por el mismo ínfimo salario. Era dentrodera y cocinera. De pronto amanecíamos huérfanos de Adela. Había partido sin dársele nada. Reaparecía meses o años después y retomaba el hilo donde lo había dejado.
Los fines de semana se refugiaba en los parques en busca de su soldado desconocido, general de un sol, el que alumbra para todos. El uniformado le endulzaba el oído con letra sacada de alguna canción de carrilera. En la noche volvía a su soledad.
Antes, como ahora, ese destino de muchacha tiene cierto tufillo a remota esclavitud. Y eso que la liberación del servicio doméstico llegó hace tiempos para quedarse. Buena esa.
Adela nos ayudaba a crecer. Hacía más fácil vivir. Alcahueteaba a la muchachada. Nos daba en la vena del gusto gastronómico. Ella y sus colegas ayudaban a superar tempraneras emboscadas del amor.
Se han ido tomando el poder. Están al día en tecnología. No las patea su majestad el wasap. Tampoco el computador. El radio y la televisión viven sintonizados en el ruidoso AM canal de sus afectos. Las hay que mueren por “Olíiiimpica estéreo”…
Conocen sus derechos laborales por más que los patrones les escondan (escondamos) el periódico que habla de sus conquistas. Si nos descuidamos nos mandan por leche y cigarrillos a la tienda.
Los padres adinerados como el expresidente Pastrana, se jactaban de que sus hijos son “hombres Harvard”. Para nosotros Adela era una “doméstica Harvard”. Como muchas de sus colegas, terminó haciendo parte del árbol genealógico nuestro. Salió aplaudida de casa como la elocuente María Roa en Harvard. (Notas sometidas a latonería y pintura).