El último capítulo de la obra literaria de Gabriel García Márquezsiempre estuvo ahí, en las cajas número 1 y número 2 del archivo del escritor que la familia vendió en 2014 al Harry Ransom Center, un fortín brutalista en el campus de la universidad de Austin, Texas. Repartidas en carpetas amarillas, hay cinco versiones con correcciones a mano de la novela corta En agosto nos vemos, fechadas entre junio y julio de 2004, más dos “copias de gavetas” y otra llamada “de Los Ángeles” por la ciudad en la que el autor trabajó en ella mientras luchaba contra el cáncer, así como un tibio informe de lectura y varios fragmentos enviados a Barcelona a su agente, Carmen Balcells, antes de que en 2010 o tal vez 2011 García Márquez, que fue cayendo en su última década por el abismo de la demencia, dijera: “Este libro no sirve. Hay que destruirlo”.
En agosto nos vemos no se destruyó. Verá la luz el 6 de marzo, día en que el escritor habría cumplido 97 años. El lanzamiento, simultáneo en 40 idiomas —en español, de la mano de Literatura Random House, salvo en México y Centroamérica, donde es cosa de Planeta—, promete ser uno de los acontecimientos editoriales del año en todo el mundo. Los herederos, Rodrigo García y Gonzalo García Barcha, hijos del Nobel colombiano y de Mercedes Barcha, fallecida al principio de la pandemia, revisaron hace un par de años la novela y decidieron que merecía ser publicada. “Aquel fue su último esfuerzo contra el desvanecimiento de sus recuerdos”, explicó hace un par de semanas en una videollamada desde Ciudad de México Rodrigo, el primogénito, reputado cineasta en Hollywood. “Trabajó intensamente en ella. Y luego, a medida que se le olvidaban las cosas, se olvidó también de ese libro. Mi teoría es que cuando dijo que no funcionaba había perdido la capacidad para juzgarlo. No está tan pulido como sus otras novelas, pero tampoco es un desastre que no se entienda. Yo creo que era él quien ya no entendía nada”.
Para poner orden en los materiales que quedaron a su muerte, este abril hará 10 años, los herederos acudieron al editor español Cristóbal Pera, que trabajó con el escritor “desde Barcelona, en la distancia” en su autobiografía, Vivir para contarla (2002), y ―ya en calidad de director editorial de Random House Mondadori México― en la recopilación de sus textos públicos, Yo no vengo a decir un discurso (2010). Pera, que ahora es director editorial de Planeta en Estados Unidos, cotejó en sus ratos libres en el desván de su casa en Nueva Jersey todas las correcciones hechas en rojo con la letra endiablada del García Márquez septuagenario. “No tenía que añadir nada, eso no hace falta ni decirlo, sino tratar de entender cuál era la versión más cercana a la final. Hacer el trabajo del editor como si estuviera a su lado, siguiendo sus notas”, aclara.
En el ánimo de los hijos estaba respetar al máximo el estado en el que quedó la historia cuando su padre desistió de continuar con ella, hasta el punto de que, cuenta Rodrigo García, se negaron a arreglar “un par de contradicciones” cuando algunos de los traductores a otros idiomas se las hicieron ver.
Tal y como la dejó su autor, la trama de la novela, de 110 páginas, está completa. La protagonista es una mujer de mediana edad llamada Anna Magdalena Bach, como la segunda esposa del compositor, enigmático bautismo que seguramente fue un guiño del Gabo melómano, porque ya sus lectores saben que para él los nombres eran asunto importante: “(L)os personajes de mis novelas no caminan con sus propios pies hasta que no tengan un nombre que se identifique con su modo de ser”, escribió en sus memorias.
El modo de ser de Anna Magdalena Bach es el de alguien que se embarca en un viaje de exploración sexual fuera del matrimonio que coincide con la visita de cada 16 de agosto a la isla en la que está la tumba de su madre para poner gladiolos y también para ponerla al día. (En un giro propio del universo de Gabo, su viuda, Mercedes Barcha, murió un día antes: el 15 de agosto de 2020).No está claro exactamente cuándo ni tampoco dónde transcurre la historia, pero sí que es una historia contemporánea, lo que le añade interés en el contexto del resto de la obra del escritor.
Cuando vendieron a Austin el archivo —80 cajas de papeles, 67 disquetes de computadora y 15 cajas y tres carpetas de gran tamaño, que suman un poco más de 10 metros lineales—, los herederos restringieron el acceso a En agosto nos vemos mientras decidían qué hacer con ese material. No se incluyó tampoco en 2017 en la digitalización de 27.000 documentos, que, según explica en una sala del Harry Ransom Center Jim Kuhn, responsable de aquella operación, se limitó a “algo más de la mitad del total”, es decir, a todos los materiales sobre los que la familia tiene la propiedad intelectual. Eso excluía muchas fotografías y las cartas, cuyos corresponsales, de Woody Allen a Bill Clinton y de Akira Kurosawa a Fidel Castro, retienen sus derechos de autor sobre lo que escribieron.
“Fue un acto de generosidad , y una manera muy buena de compartir el legado y el proceso creativo del escritor”, añade Kuhn. “No es tan común que las familias de autores de esa envergadura lo permitan, porque se cree, yo diría que erróneamente, que impacta negativamente en la venta de los libros”. Pese a que cualquiera que quiera leer, pongamos, El amor en los tiempos del cólera puede hacerlo gratis consultando el manuscrito en línea, Rodrigo García quita importancia al gesto de la familia. “Después de todo, si tú pones el título de cualquier novela en Google te sale el PDF; es increíble”, lamenta. La digitalización tampoco restó el interés de la consulta en persona de los documentos del Nobel colombiano. Kuhn recuerda que el archivo de García Márquez, con el que quiso abrirse a Latinoamérica una institución que atesora una biblia de Gutenberg, los papeles del Watergate y legados de James Joyce, Robert De Niro, Virginia Woolf, J. M. Coetzee o David Foster Wallace, está entre los más solicitados por los investigadores que acuden a la sepulcral sala de lectura del centro.
Cuando más tarde sí se empezó a permitir la consulta de la novela inédita a los investigadores, el escritor y periodista colombiano Gustavo Arango, que la leyó en Texas, publicó un artículo cantando sus bondades, y ese fue otro de los motivos que movieron a la familia, cuenta Pera, a publicarla por fin, más allá de las porciones que ya habían visto la luz, y antes de que alguien la fotografiara en la sala de lectura y la difundiera en la Red. “Desde luego, no la editan ahora por una cuestión de dinero”, añade el editor. “La obra de Gabo está muy viva, no les hace ninguna falta. Solo en China se han vendido en los últimos años 10 millones de ejemplares de Cien años de soledad”.
En el archivo también hay rastro de la vida pública de En agosto nos vemos. Están las fotos de un acto de 1999 en Casa de América, organizado en Madrid por la Sociedad General de Autores, en las que se ve al escritor, que leyó allí una versión del primer capítulo, junto a otro premio Nobel, José Saramago. La periodista de EL PAÍS Rosa Mora, que estuvo en aquel acto, escribió una crónica en la que daba cuenta del argumento y decía que era el primero de los “cinco relatos autónomos” que integrarían su próximo libro: “parecen historias absolutamente cerradas, autónomas, pero forman un todo unitario”, decía el artículo. En una conversación telefónica desde Barcelona, Mora recuerda: “Había una gran expectación porque se corrió la voz de que Gabo iba a leer algo nuevo”. “Todos estábamos muy pendientes de él en esa época, hay que tener en cuenta que no era un autor que publicase cada dos o tres años, y que le gustaba anunciar cosas, dar pistas, que no se materializaban hasta tiempo después”. Al domingo siguiente, el diario publicó una versión revisada de ese texto. En una de las cajas de cartas a su agencia también hay rastro de cuando decidió darle al periódico (y a la revista colombiana Cambio) otro material emparentado con la novela inédita, que salió en 2003 con el título La noche del eclipse.
En todas esas publicaciones (también, cuando el diario español La Vanguardia sacó de nuevo el primer capítulo a los pocos días de la muerte del autor) se destacó que En agosto nos vemoscompletaría la trilogía “sobre el amor en la edad madura” iniciada con Del amor y otros demonios y Memoria de mis putas tristes. “También por eso quisimos publicarla”, dice Rodrigo García, “porque creo que cierra muy bien ese tríptico en clave feminista. Por su punto de vista, el de una mujer, nos pareció que iba a ensanchar el mundo de Gabo para sus lectores, y sobre todo para sus lectoras”.
Las distintas versiones guardadas en Austin están escritas en tipografía Palatino, la propia de los primeros ordenadores Apple, que Gabo abrazó con entusiasmo (el último que tuvo también está en el Harry Ransom Center). “Solo los usaba para redactar y para leer el periódico, no más. Era muy perfeccionista y le gustaba terminar la página limpia, así que con la máquina de escribir perdía mucho tiempo subsanando los errores”, recuerda Rodrigo García. “Con el ordenador pasó de una página diaria a cuatro o cinco”.
Sobre esas páginas, el autor señalaba en rojo o a lápiz reiteraciones, eliminaba frases como “los nubarrones negros la llenaron con un presagio oscuro” o cambiaba de idea sobre la edad de la protagonista: cercana a la tercera edad al principio, de 36 años después, y de 46 finalmente. Un estudio atento de esas tachaduras y anotaciones al margen permite asomarse a la mente del escritor justo antes de que se perdiera en su laberinto. A Pera le sirvieron para interpretar sus intenciones. El editor se basó, cuenta, en la quinta versión, que estaba dentro de una carpeta negra Leuchtturm, sus preferidas, en la que ponía “Gran OK”. La comparó con un “[documento de] Word que mantenía su secretaria, Mónica Alonso”. Aunque, en realidad, el trabajo de Pera con la novela había empezado mucho antes de que lo llamasen los hijos hace dos años. “Un día de 2010, Balcells me dijo en Barcelona: ‘Cristóbal, tienes que conseguir que Gabo termine la novela que tiene entre manos”, recuerda. “Al regresar a México se lo conté. Él, divertido, aclaró que sí estaba acabada, y para demostrarlo me leyó el último párrafo. Luego, durante meses no me dejó ver más, hasta que un día me permitió leerle en voz alta tres capítulos. Fue muy emocionante”.
En el proceso de reconstrucción, Pera también contó con la ayuda de Alonso, que fue su fiel (y aún discreta; declinó participar en este reportaje) secretaria durante los últimos años, mientras el escritor ―que siempre se había considerado, como recuerda su biógrafo, Gerald Martin, un “profesional de la memoria”― empezó a perderla. Ese “doloroso proceso” lo recogió Rodrigo García en el conmovedor libro Gabo y Mercedes: una despedida, un recuento de su duelo y del final de sus padres. En él, narra esos años con franqueza, sin saltarse siquiera los “meses muy difíciles” en los que él “recordaba a su esposa de toda la vida, pero creía que la mujer que tenía frente a él, asegurando tratarse de ella, era una impostora”. “¿Por qué está aquí esta mujer dando órdenes y manejando la casa si no es nada mía?”, preguntaba. “No es él, mamá, es la demencia”, decía el hijo.
“Algo que lo distingue como escritor es su proceso continuo de autoedición. Siempre estaba mejorando los textos, lo cual delata su condición de periodista”, explica Álvaro Santana Acuña, profesor canario de Sociología en el Whitman College, en el Estado de Washington. “Por sus problemas de salud, en el caso de En agosto nos vemos se quedó a medias. Cinco versiones pueden parecer muchas, pero hay que recordar que de Memoria de mis putas tristes se conservan 18. De sus primeros libros hay normalmente solo una, porque hasta sus 45 años fue un escritor trotamundos, que cambiaba de país cada poco tiempo, y no podía ir cargando con archivos o bibliotecas”.
Santana Acuña es una de las personas que mejor conocen los papeles de Austin. Su estudio le sirvió para escribir el libro Ascent to Glory (Ascenso a la gloria, 2020), una suerte de biografía de Cien años de soledad y su enorme e inesperado éxito. Y el Harry Ransom Center le pidió que comisariara la exposición Gabriel García Márquez. La creación de un escritor global, en el que el estudioso pudo poner a Gabo en el contexto de otros grandes autores del siglo XX, maestros o amigos como Joyce, William Faulkner, Jorge Luis Borges o Julio Cortázar, con tesoros custodiados en Texas. La muestra se vio en Austin y en Ciudad de México, y está previsto que viaje el año que viene a Colombia.
Aquella idea obedeció a los esfuerzos de la institución por divulgar el legado, según explica el director del centro, Stephen Enniss. En una entrevista en su despacho, ante la mirada de T. S. Eliot, retratado en lienzo, y de un busto en bronce del poeta irlandés Derek Mahon, a quien le dedicó una biografía, Enniss recordó que completar esa adquisición fue su primer gran golpe cuando llegó al cargo hace una década. “Un día recibí una llamada de un marchante de Nueva York llamado Glenn Horowitz, que me preguntó si estaríamos interesados. Tuvimos la suerte de ser los primeros a los que preguntaron, porque yo creo que cualquiera habría corrido a reunir el dinero”, dice. Al principio, no quiso que se supiera cuánto dinero, pero una solicitud de transparencia de la agencia AP al fiscal general de Texas acabó desvelando que se pagaron 2,2 millones de dólares. Diez años después, Enniss sigue defendiendo aquel secretismo: “Contar cuánto das a unos herederos por un archivo es inflacionario. Después vendrá otra familia que, obviamente, cree que su padre vale tanto literariamente como Gabo y querrán lo mismo, o más”.
La compra provocó críticas por la decisión de mandar los tesoros del Nobel a Estados Unidos en lugar de dejarlo en Colombia, donde nació, o en México, su hogar durante décadas. Tal vez por eso, el centro se afanó en catalogar y poner a disposición del público el archivo lo antes posible. En 2015 lo abrió para su consulta. Dos años después, llegó la digitalización. “Además, lo mantenemos vivo, continuamos comprando siempre que hay oportunidad”, advierte Megan Barnard, directora adjunta, que explica que hay una caja que se incorporó en 2022 con papeles hallados en la casa familiar tras la muerte de Mercedes Barcha. El último ítem en llegar tras su adquisición en una subasta es una carta de en torno a 1950 dirigida por García Márquez a su amigo Carlos Alemán en la que ya le habla del personaje central de Cien años de soledad.
Que el archivo es extraordinariamente accesible lo prueba el hecho de que bastan 20 minutos para que cualquiera que llegue a Austin con un documento de identidad pueda acabar con el mecanoscrito de Cien años de soledad en sus manos y descubrir que su legendario primer párrafo (“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…”) a punto estuvieron de ser tres. Santana Acuña compara con pesar la suerte del legado de Gabo con la de los papeles de su agente. “Los compró el Estado español [en 2010 y tras la muerte de Balcells, en 2015] y tantos años después siguen en cajas, ni siquiera son accesibles para los investigadores, no hablamos ya de su digitalización”, lamenta. Y es ciertamente una pena. Si uno se asoma a las cartas de ella conservadas en Austin descubrirá a una prosista que si bien era implacable a la hora del business, también era cariñosa con sus representados y dominaba las artes de la ironía; por ejemplo, al enviar recuerdos a su autor estrella: “Te mando un fuerte abrazo y ya veremos qué demonios te podemos regalar por tu cumpleaños. Lo de los tres mil dólares está muy trillado”.
La oficina de Balcells sigue representando con el celo de su fundadora el legado de García Márquez, cuyos próximos hitos son la celebración del centenario de su nacimiento, en 2027, y el estreno de los ocho primeros capítulos de la serie que Netflix prepara a partir de Cien años de soledad, previsto para finales de año. Otro asunto en el que sus herederos también decidieron llevar la contraria al escritor: “El reparo que él tenía es que prefería que no existiera visualmente, sino solo en la imaginación de los lectores”, admite Rodrigo García. “Pero, con frecuencia, como amante del cine y la televisión que era, también decía que, hombre, no estaría mal si se pudiera hacer en muchas horas. Cien, decía. Lo que no quería es que fuera una película de dos horas, cuatro, en el mejor de los casos, con actores de Hollywood. Y no tenía prejuicio con la televisión; las series buenas le gustaban”.
García añade que la familia llegó a la conclusión de que “antes o después, se iba a hacer”. “Si no nuestros hijos, los nietos, y si no, cuando la novela acabe en dominio público. Vimos el interés de Netflix, que se iba a gastar un buen dinero en la producción, que no iba a tener la factura de una telenovela, y que además iban a hacernos caso con todas nuestras exigencias, así que nos pareció el momento”. Esas condiciones fueron que se le diera la extensión necesaria y que la serie se rodase en castellano, en Colombia y con un equipo latinoamericano. “Habrá seguramente mucho debate con esto. La gente dirá que Gabo no quería. Pero bueno, hay algo que siempre nos liberará de la culpabilidad, y es que él solía decirnos: ‘Cuando yo esté muerto, hagan lo que quieran”.
Será gracias a esa frase, una frase que no desentonaría en boca de uno de los lapidarios personajes de sus novelas, que los lectores de García Márquez podrán regresar a Macondo con la serie. También asomarse la próxima semana, por fin, a En agosto nos vemos, el capítulo que pone fin a su obra literaria.