Editorial
Los venezolanos afrontan este domingo una cita decisiva para su futuro. El chavismo y la coalición opositora se miden en unas elecciones presidenciales por primera vez desde 2013. El hecho en sí reviste una enorme importancia después de unos comicios, los celebrados en 2018, en los que Nicolás Maduro no tuvo contrincantes de peso debido al boicot de la mayoría de los partidos rivales por falta de garantías. En esta ocasión, en cambio, las fuerzas antichavistas mayoritarias lograron un acuerdo a pesar de la inhabilitación de la candidata elegida en primarias, María Corina Machado. La veterana dirigente —encuadrada en la derecha, aunque alejada de la retórica populista de Milei o Bolsonaro— ha sido el motor de la campaña de su sustituto, el diplomático Edmundo González Urrutia.
Este es el segundo hecho relevante: la oposición aceptó participar bajo unas condiciones que no le son favorables. El chavismo, que lleva 25 años en el poder, controla toda la maquinaria del Estado, empezando por el árbitro, el Consejo Nacional Electoral (CNE). A esto hay que sumarle el bloqueo de la candidatura de Machado y la exclusión de la que durante unos días fue su suplente, Corina Yoris. Después empezó el acoso a los asesores y trabajadores de la campaña opositora, con decenas de detenciones. Finalmente, la prometida observación internacional ha quedado reducida a delegacionesç de Gobiernos amigos como China y algunos organismos independientes, como el Centro Carter, con limitada capacidad de fiscalización en todo el territorio y en las más de 30.000 mesas electorales.
La mayoría de las encuestas fiables reflejan una ventaja nítida de la oposición. Sin embargo, no hay que subestimar el arraigo del movimiento bolivariano, la fidelidad de amplios sectores sociales beneficiarios de ayudas y subsidios y los posibles efectos electorales de la mejora económica experimentada en los últimos años. La plana mayor del Gobierno se niega a contemplar públicamente un posible escenario de derrota, aunque algunos cargos, como el propio hijo de Nicolás Maduro, afirman que estarían dispuestos a entregar el mando. El clima es de máxima tensión y el presidente ha dado muestras de nerviosismo en los últimos días ante los emplazamientos, desde la izquierda, del brasileño Lula da Silva y del expresidente argentino Alberto Fernández. Los dos le dejaron claro justo eso: que en caso de perder debe aceptar el resultado. Su respuesta fue retirar la invitación a Fernández como observador.
El chavismo teme una participación masiva y hará lo posible para impedirla, igual que hizo para torpedear el derecho a voto de millones de migrantes: solo pudieron registrarse 69.000 de los aproximadamente cinco millones con derecho a voto, según la ONU. Pero si todas las voces democráticas, dentro y fuera de Venezuela, exigen a Maduro que se vaya si pierde, también la oposición debe estar dispuesta a aceptar cualquier resultado, siempre que no se demuestren irregularidades en el proceso de votación.
Hay un precedente importante. En 2015, el Gobierno de Maduro reconoció la derrota en unas elecciones parlamentarias, aunque dos años después la justicia controlada por el oficialismo despojó a la Asamblea Nacional de sus competencias. En este caso la ecuación es todavía más compleja, porque a un triunfo de la oposición le seguiría una larga y difícil transición, cinco meses llenos de incógnitas sobre el futuro del presidente y de su círculo, que afrontan procesos enel Tribunal Penal Internacional. Pero la alternancia es la esencia de un sistema democrático. Los ojos del mundo están puestos sobre Venezuela.