Por Guillermo Romero Salamanca
La hermana Martha Acosta se lesionó un pie.
Le duele. Dice que lo tiene morado y que ha tomado algunas medicinas para calmar el dolor. Cojea, pero disimula su malestar con su permanente sonrisa.
Es Semana Santa. Bogotá muestra complacida cómo obtuvo 11 millones de dólares en utilidades. Este día miles de automóviles ocasionan trancones para salir de la capital en búsqueda de unos días de vacaciones en la playa, las montañas o en cualquier balneario con clima cálido. Hay afán por salir. Poco o nada les importa que el galón de gasolina esté a 16 mil pesos o que un almuerzo cuesta 40 mil.
En su casa, en el barrio Lucero Bajo de Ciudad Bolívar, la hermana Martha Acosta despertó cuando la alarma de su celular marcó las cinco de la mañana. Cruzó hacia el oratorio y comenzó con sus oraciones matinales hasta cuando sonó el timbre de su casa. Dos intrusos –Heliecid, un reparador de calderas pero un colaborador con un corazón gigante y este redactor— le avisaron de su llegada. Les tenía tinto.
Salió a la calle y de inmediato encontró a Hilda, una recicladora que recibió, muy agradecida, unas prendas de segunda para realizar su trabajo.
Un exsoldado profesional, que estaba en un viaje por el mundo sideral, también le pidió algo de ropa porque según dijo, ese día, sí se bañaría.
–¿Qué hace una religiosa en Semana Santa?, le preguntamos.
–Venga les muestro.
Y fuimos.
Hoy la hermana Martha, a pesar de su molestia en el pie, visitó una de tantas laderas de Ciudad Bolívar donde unas 400 personas sobreviven. Sus casas fueron levantadas con unas tablas, latas, lonas, plásticos y que están adornadas por miles huecos por donde el viento, el frío y el agua penetran hasta incomodar. Casi todas tienen techos de lata, pero al observarlos, más bien parecen una noche estrellada por miles de agujeros.
La hermana saluda a Maritza, una de tantas mujeres emprendedoras, luchadoras por la vida. Nació en la bella Valencia, en Venezuela, pero debió atravesar más de 5 mil kilómetros para encontrar un lugar dónde trabajar y sobrevivir.
La hermana Martha llevó en ese día ropa, pañales, algo de comida, unas 100 colombinas, una cama, una bicicleta y otras donaciones que le han enviado algunos de sus amigos. Pero sobre todo, llegó con su permanente sonrisa, saludando, contando alguna anécdota y recordando cómo se divierten los niños del improvisado barrio en una vieja tina, la cual llenan de agua cuando hay sol y sueñan con una piscina de verdad.
La señora María de los Ángeles vende obleas. “A veces, dice, puedo vender unos 20 mil pesos, pero ayer, sólo vendí 2.500, lo que cuesta una y perdí todo el día”, cuenta con nostalgia.
Unos viven del rebusque, otros del reciclaje y otros de alguna labor que consiguen en el día como fabricación de flejes, construcción, mandados o reventa de cachivaches.
Maritza narró que un día lloró de tristeza al escuchar la historia de un señor en un bus de Transmilenio. “Él les contaba a unos pasajeros que ese día no había podido comer nada y ya eran las cinco de la tarde. Me dio dolor porque en la mañana vi cómo un joven tiró al piso un gran trozo de arepa y notó cómo en los restaurantes de un centro comercial, los comensales, dejaron buena parte del almuerzo sin probarlo. Eso duele”, dijo.
La hermana Martha Acosta pertenece a la comunidad de las Hermanas Juanistas, que inspiradas en su fundador, el Siervo de Dios, Jorge Murcia Riaño, desarrollan su misión en los sectores más deprimidos de Bogotá, pero, además, formando a los jóvenes en el trabajo y la doctrina. Por eso orienta también a “la muchachada”, un grupo de adolescentes que van a estos barrios a cantar, jugar, saltar, preparar algún alimento o entregar pequeñas donaciones. Johan es uno de esos muchachos entusiastas.
El barrio es incipiente. No cuenta con sistema de alcantarillado y el agua la llevan a sus casas a través de una línea de mangueras.
A la hermana poco o nada le importa el olor que emana el paso de la cañería, ni los miles de mosquitos, tampoco el barro fétido de ciertos lugares.
En una de estas viviendas habitan Álex, su esposa y su pequeña hija. Él lleva diez meses en su cama, inmóvil, con llagas en sus piernas y espalda. Su esposa debe cambiarle los pañales –cuando hay– y entregarle una sonda y vaselina para que él realice sus curaciones. Cuenta que una noche bajó en su bicicleta por una empinada calle de Ciudad Bolívar. De pronto perdió los frenos, luego el equilibrio y un hueco, recibió su cuerpo. Lo llevaron a un hospital donde intentaron salvarle la columna vertebral. Al final le dijeron los médicos: “usted será una persona en situación de discapacidad por toda la vida”.
Lloró al principio, pero luego ha logrado, con la ayuda de su esposa y su pequeña hija, sobrellevar su existencia. Los vecinos, en medio de sus falencias, le acercan algún alimento. Ella vende helados a mil pesos. “Ayer vendí cinco”, manifestó contenta y con eso compraron una sonda y algo para la nena.
La hermana les da un mensaje de consuelo. Es una oración que conmueve, pero que llena de fe al más pecador, como en mi caso.
Eliecid guardó absoluto silencio.
–Hermana, ¿qué le gusta de esta misión?
–Esto sólo se puede realizar por amor. Si no hay amor, si no hay convicción de que somos seres humanos, hijos de Dios, y que debemos practicar su máximo mandamiento de Amaos los unos a los otros, entonces sólo sería una función social. Por eso oramos, por cada una de las personas que encontramos a nuestro lado, cualquiera que sea su condición social, económica, política o de género. Es Semana Santa, días para la reflexión, pero nuestra labor es diaria, constante.
–¿Siempre ha trabajado con los pobres?
–Muy joven descubrí mi vocación y me encantó el servicio a los demás con las hermanas Juanistas. Hay desigualdades económicas en el mundo. Dios bendice a quienes ayudan a los pobres, pero también hay millones de pobres de espíritu, de falta de voluntad, llenos de odio y de rencor. Pero estos pobres, los de estas laderas, tienen una mirada especial que nunca se borra de nuestras mentes, porque en sus pupilas está el amor de Dios.
Y es verdad.