Una defensa sin rodeos (I)

Procuraduría General de la Nación. Foto CARACOL

Por Jaime Burgos Martínez*

Alguien me preguntó recientemente, ¿por qué escribes sobre la Procuraduría General de la Nación (PGN)? Le respondí que, además de saber cómo funciona, pienso que, desde una visión realista o empírica, en un país en que pulula la corrupción (en todas sus modalidades) vale la pena defenderla sin ambages y sin ningún interés particular por el bien de nuestra sociedad; es una institución que manejada con seriedad y transparencia es firme pilar de una auténtica democracia, fundada en valores morales, éticos y sociales, y en los principios de libertad, respeto, tolerancia, compromiso, solidaridad, igualdad, fraternidad, justicia, soberanía y participación.

Por eso me extraña cuando escucho voces que gritan ―sin ton ni son― su eliminación; quizá, porque, al no conocerla, confunden el organismo como tal con la mala dirección del que la dirige, o de la camarilla que decide, que se manifiesta en el abuso de funciones: contratación irregular, nombramientos sin cumplir requisitos, archivos infundados de actuaciones disciplinarias, celeridad en procesos disciplinarios seleccionados a dedo, incursión en nómina paralela (conducta sancionada por el órgano de control hace más de 20 años, y ahora, irónicamente, lleva la bandera de su indebida práctica), trueque ilegal de cargos con otras entidades de la Administración pública, etc. Como dice un antiguo refrán: «La calentura no está en las sábanas, sino en la fiebre del enfermo».

Estos clamores entusiastas de acabar con la Procuraduría General de la Nación, creo, sin temor a equivocarme, que se debe al pronunciamiento de 8 de julio de 2020, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), sobre el caso Petro Urrego vs. Colombia, en el sentido de que una autoridad administrativa, como la Procuraduría, no puede restringir derechos políticos de servidores públicos elegidos popularmente (congresistas, gobernadores, alcaldes, diputados, concejales, etc.).

 Si bien es cierto que eso dice la sentencia, no lo es menos que la Corte Constitucional, en su condición de guardián de la integridad y supremacía de la Constitución, omitió dejar sentada su posición respecto del artículo 23-2 de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH), celebrada en el año de 1969, mucho antes de se produjera el fallo de la CIDH; por ejemplo, en la sentencia C-067 de 2003, cuando declaró exequible la expresión «En lo no previsto en esta ley se aplicarán los tratados internacionales sobre derechos humanos», del artículo 21 de la Ley 734 de 2002.

En esa decisión de exequibilidad, la Corte hubiera podido hacer un análisis sobre si los convenios o tratados celebrados durante la vigencia de la Constitución Política de 1886 podían medirse por el mismo rasero de los de la Constitución Política de 1991, aunque ello hubiera sido de manera tangencial, a título de ilustración, sin que dicha cuestión estuviera directamente relacionada (obiter dicta). Digo esto porque la Constitución de 1886 no consagraba expresamente el control de constitucionalidad de los tratados internacionales y sus leyes aprobatorias, para determinar si se ajustaban o no al Estatuto Superior, como ahora sí lo establece el artículo 241-10 de la actual Constitución.

En efecto, el Congreso de la República, cuando aprobó la CADH, de 22 de noviembre de 1969, no manifestó reserva alguna, y, específicamente, en cuanto a su artículo 23-2: «La ley puede reglamentar el ejercicio de los derechos y oportunidades a que se refiere el inciso anterior, exclusivamente por razones de edad, nacionalidad, residencia, idioma, instrucción, capacidad civil o mental, o condena por juez competente, en proceso penal». Eso se debió, quizá, a que en la época en que se suscribió la convención el derecho disciplinario era incipiente en el país, pues solo existían una reglas de administración de personal, verbigracia, el Decreto 2400 de 1968, y se entendió que, desde una interpretación literal, la competencia para restringir los derechos establecidos en la letra b) del inciso 1.° del artículo 23, «de votar y ser elegidos en elecciones periódicas auténticas, realizadas por sufragio universal e igual y por voto que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores», era de un juez competente en un proceso penal (delitos), y no faltas disciplinarias.

Dicha interpretación literal fue la que hizo la CIDH en la sentencia de 8 de julio de 2020 (caso Petro Urrego vs. Colombia), al afirmar que existió una violación al principio de jurisdiccionalidad, puesto que la sanción fue ordenada por una autoridad de naturaleza administrativa, como es la Procuraduría General de la Nación, y no por un juez competente en proceso penal; de ahí que  considere que la Corte Constitucional, en la sentencia C-030 de 2023, sobre la exequibilidad de la Ley 2094 de 2021, hubiese podido efectuar un análisis de la CADH en el marco de las constituciones políticas de 1886 y 1991, que es el quid del asunto, y ponerle punto final, puesto que una convención no puede modificar la Ley suprema de un Estado, que regula la organización de los poderes públicos y establece las garantías de los derechos.

Todo ello ha afectado a la Procuraduría, además de otras cosas que pueden superarse con buen manejo y honestidad; pero, como entidad símbolo de tradición e institucionalidad, confío en que sus cimientos resistirán los embates que les seguirán haciendo desde muchos frentes, para que deje de ser buena sombra en este agitado país de notables virtudes, pero también de muchos vicios y defectos.

*Jaime Burgos Martínez  

Abogado, especialista en derechos administrativo y disciplinario.

Valledupar, enero de 2025

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