En Colombia las modas políticas del continente no pegan. Aquí nos inventamos nuestras propias tendencias. Tal vez por eso, en el siglo pasado, mientras América Latina era gobernada por dictaduras, que fracturaron el orden democrático durante décadas, en Colombia mandaban los apellidos tradicionales y algunos militares conspiraban sin éxito en los cuarteles, aunque una minoría tuvo un enorme poder, como en los tiempos de Turbay Ayala. De ese Gobierno aún es famoso el chiste de la vez que le preguntaron al general Camacho Leyva, su ministro de Defensa, que si habría un golpe de Estado. Y muy solemne y con cara adusta respondió: “No creo que Turbay se atreva”.
En este siglo, por ejemplo, mientras Venezuela, Ecuador y Bolivia, entre otros países, se sintonizaban con el socialismo del siglo XXI, que financiaba con los recursos del petróleo el extinto presidente Hugo Chávez, en Colombia la política de seguridad democrática embrujó a la opinión pública que eligió a Álvaro Uribe, quien en nombre de la seguridad profundizó la guerra, cerró las puertas a la solución negociada del conflicto armado, dejó un trágico saldo de violaciones a los derechos humanos, cambió un articulito de la Constitución para reelegirse y, si no hubiera sido por el valor de la Corte Constitucional que lo frenó, seguramente habría intentado reelegirse indefinidamente. El impacto negativo de esa aventura populista de extrema derecha aún la siguen pagando millones de víctimas de ese periodo en el que se prohibió pronunciar las palabras paz y derechos humanos.
Ahora, mientras en Argentina eligieron a un Milei, que rompió los manuales de ciencia política, ha enfrentado a madrazos y con medidas económicas radicales el populismo de izquierda que dejó el kirchnerismo, o en El Salvador convirtieron en leyenda de la extrema derecha a un Bukele, que se ha apoderado de la democracia, cambiando la Constitución y derrotando a las otrora temibles maras, obteniendo una popularidad del 90% que le permitió reelegirse, en Colombia estamos viviendo el más grande incendio político de los últimos meses, generado por el ímpetu gubernamental por convocar una Constituyente popular, y la iniciativa de sectores políticos de la izquierda afecta al Gobierno de buscar la reelección presidencial.
Todo comenzó como un globo de ensayo que, poco a poco, ha ido tomando forma y se ha convertido en el detonante de una confrontación total del Gobierno contra la oposición, el establecimiento, los partidos políticos independientes y la prensa, que ha provocado, incluso, un pronunciamiento del Gobierno de los Estados Unidos.
Los discursos del presidente lo muestran radicalizado, en campaña, argumentando y contraatacando con fuerza a sus rivales, que temen que, en su afán de transformar a Colombia y hacer aprobar sus reformas bloqueadas por el Congreso, termine validando la convocatoria de la Constituyente por decreto, como lo propuso el exfiscal Luis Eduardo Montealegre, que autorice su reelección. Al fin y cabo ya dijo que mientras la derecha lleva 200 años en el poder, la izquierda solo lleva cuatro. Y no va a permitir que llegue un gobierno de derecha a acabar su legado.
Convocar la Constituyente por decreto es una amenaza muy fuerte al ordenamiento constitucional, que provocaría un choque de trenes, incluso con las Fuerzas Armadas, como señaló el expresidente Santos, y metería al país en una profunda crisis de gobernabilidad y una confrontación inexplorada.
Bien lo sabe el ministro de Justicia, Néstor Osuna, que ha salido a negar cualquier pretensión oficial al respecto. Pero en política remar de espaldas para llegar a la otra orilla es un arte, y ya sabemos que hay muchas mentes petristas, como la del excanciller Álvaro Leyva, pensando en cómo saltarse a un Congreso que no le marcha al cambio que lidera Petro, donde una propuesta de Constituyente no tendría mucho futuro. Y hacerle el quite a una Corte Constitucional, que ha demostrado que actúa con independencia.
La contundencia de las declaraciones del ministro Osuna no significan, sin embargo, que Petro no esté dispuesto a inmolarse, rodeado de lo que llama su pueblo, antes que rendirse ante las adversidades, o echar reversa en sus ideas de profundas reformas aplazadas que se ven imposibles de tramitar en un Congreso acosado por los escándalos de corrupción y la ineficiencia. Aquí el tema es la forma, no el fondo. A Petro no le importan las formas y el objetivo sigue claro para él: transformar profundamente a Colombia, y en esa tarea a penas le quedan dos años, antes de que Colombia cumpla el calendario electoral y se deba elegir, pacíficamente, a su sucesor en 2026.
De ahí el afán de sectores afectos al primer mandatario por promover su reelección, así públicamente digan que lo hacen a sus espaldas. En esa propuesta se esconde, quizá, el miedo por no tener un candidato de la cantera petrista capaz de reemplazarlo, cerrándole, además, la posibilidad a otros líderes de la izquierda que vienen luchando por alcanzar esa designación.
El petrismo radical quiere reelegir a su jefe, como lo lograron Uribe y Santos. Uno se quedó otros cuatro años en el poder modificando la Constitución, con el argumento de que necesitaba más tiempo para ganar la guerra a las FARC, y el otro con la promesa cumplida de alcanzar la paz con esa desaparecida guerrilla y acabar 60 años de estéril confrontación armada.
Petro ha dicho que quiere reelegir su proyecto político para profundizar la transformación de Colombia. Ese cambio incluye reemplazar la Constitución de 1991, que fue posible gracias a un amplio consenso político y social promovido por los estudiantes en la década de 1990, al que se sumaron los partidos políticos y el establecimiento. Pero es ese consenso, que incluyó al M-19 y las demás guerrillas desmovilizadas que firmaron la Carta, lo que hoy no existe, y se ve casi imposible de alcanzar. El tema de la reelección enturbia aún más la posibilidad de llegar a un acuerdo nacional, en el que participen las élites y logre el apoyo de las clases medias y la opinión pública.
Petro ha dicho que no le interesa la reelección, pero la palabra de los caudillos cambia dependiendo de las estrategias, las posibilidades de éxito y el cambio del viento. Lo cierto es que la insistencia en la Constituyente popular, que cuenta con el apoyo del ELN y la Segunda Marquetalia, que lidera Iván Márquez, solo siembra incertidumbre en la mente de las clases medias, que se sienten desnudas de liderazgo, ante una derecha incapaz de responder con iniciativas viables la arremetida del Gobierno nacional, que ha copado la agenda política y tiene la iniciativa.
Promulgada la Constitución de 1991, reformarla ha sido una obsesión de muchos sectores políticos. A la derecha les gustaba la Constituyente que promovían en tiempos de Uribe y Duque, pero ahora rechazan la de Petro, tal vez por la forma, más que por el fondo, porque siembran la tesis de que ganarían la mayoría de los asambleístas si hubiera elecciones, debido a la favorabilidad de apenas el 35% del mandatario. Eso explicaría por qué el jefe de Estado ha rechazado el apoyo de los partidos tradicionales, a su iniciativa.
La derecha también apoyó la reelección de Uribe y Santos, pero les amarga la eventual de Petro, porque cuatro eventuales años más de petrismo en el poder sería su hecatombe. Lo evidente es que insistir en una Constituyente sin consensos, y una reelección sacada del cubilete solo agudizaría la crisis política y llevaría al caos, lo que es, además, una encrucijada sin salida a la vista, que aumenta la desconfianza en la democracia y alienta las salidas autoritarias.