María Angélica Aparicio P.
Miraba boquiabierta la biblioteca empotrada en la pared. No había ningún libro para leer. La colección de Tintín que yo devoraba cuando niña, había desaparecido de la estantería, al igual que los tomos pequeños de pasta gruesa que, –a mi edad– eran verdaderos jeroglíficos de historia. Las enciclopedias que siempre habían permanecido en ese mueble, se habían esfumado de mi vista.
Dos vidrios gruesos protegían las largas tablas de la biblioteca. Y en su interior, solo apreciaba –con mis pelos parados de punta–, una miscelánea de autos en miniatura. Al menos cincuenta modelos de carros dominaban ahora mis ojos. Carros deportivos, coches clásicos, autos de carreras. Aquello parecía un proyecto de locos. ¿El tío había puesto un almacén, o era la vitrina ideal para mantener atadas las manos de un niño?
Aquellas miniaturas de metal representaban las marcas de la industria automovilística de los años sesenta: Buick, Chevrolet, Cadillac, Dodge, Ford, Fiat, Pontiac. No había cuadernos ni hojas de papel. Acaparaban el espacio las brillantes carrocerías de los autos, pintadas en los tonos de los colores Prismacolor de la época: azules, rojos, negros, blancos, verdes, amarillos.
Con el tiempo se me volvió un hábito mirar el mueble de los autos. Cuando el Topolino de la Fiat llegó a Bogotá, busqué, semanas después, su clon en miniatura. Tuve que pararme en una escalera y fisgonear a la desesperada; estaba en el fondo de la primera tabla, detrás de un Plymouth color rojo. Verlo allí fue como ver la luna en mis narices.
El Topolino 600 se conoció en Italia como el “Ratoncito”. Se fabricó en 1955 en pleno período de la posguerra. En 1961 llegó a Colombia para batallar las cortas distancias de la ciudad. Pequeño por naturaleza, era un placer sacarlo de paseo por los municipios, pues semejante gota sabía comportarse en las rectas y en las curvas de las carreteras. Hasta servía para hacer piques con algún anciano que se desplaza rumbo a Honda. El motor permitía alcanzar más de 95 km por hora.
En el Topolino de mi padre realizamos cientos de viajes por Sasaima, Villeta y Guaduas, municipios ubicados en la zona occidental de Cundinamarca. El carro de papá sostenía a cinco personas delgadas, entre adultos e infantes. Al conducirlo, podía acelerar, ir despacio, trepar subidas, bajar calles empinadas, todo, pues el mini coche tenía un peso de 650 kg y la fuerza de un toro cebú.
En Sasaima, el auto paraba con un ruido seco. Mi padre lo estacionaba frente a una hilera de casas sucias, a la orilla de la carretera, para mirar las llantas del “ratoncito”. Un muchacho joven, de overol azul, corría para atendernos. Mientras miraban las llantas, me bajaba pensativa, acongojada con el pobre Topolino, pensando que algún día su fabuloso motor de cuatro cilindros, estallaría en pedazos. Y hasta ahí la historia de este carro que, para mí, era un súper invento volador de cuatro llantas.
La segunda parada se hacía en Villeta, envueltos en un calor de los demonios. Nos sentábamos cerca de la carretera, en una cafetería rústica. Era un sitio al aire libre donde el viento fresco, por falta de techos y paredes, nos caía encima. Pedíamos las gaseosas heladas del inmenso refrigerador que había en la tienda. Mientras llegaban a la mesa decoradas con un pitillo de papel metido en la botella, descubrimos que los carros que nos habían pasado en la carretera, a buena velocidad, nos dejaban atrás. Algunas veces, sus dueños nos pitaban como locos, muertos de risa, al ver estacionado, en un rincón, a nuestro Topolino rojo.
Siguiendo la ruta, llegamos al Alto del Trigo, una especie de planchón donde paraban los conductores de los camiones de carga. Era el punto culminante del viaje, antes de llegar a nuestro destino. Mi padre no paraba en el Alto, bajaba la velocidad del carro, deslizándose por una carretera de curvas suaves, menos escabrosa que la de Villeta. Divisamos la cordillera andina, los ranchos campesinos, los árboles con flores, los arroyos que bajaban de las montañas. Y el Topolino seguía su marcha. Aguantaba frenazos, maletas, cambios de velocidad, olas de calor. Soportaba hasta las canciones que, al unísono, nos daba por cantar.
El municipio final de nuestros viajes era Guaduas. Se volvió un viaje de tres horas desde Bogotá. Pero llegamos vivos, radiantes, con el Topolino intacto, con su carrocería como recién salida de la fábrica: sin rasguños. La joya de la familia estaba en Guaduas. Y Guaduas era el paraíso: sol con nubes despejadas, temperatura templada, ganado vacuno, palmas de guadua. Por las noches, me parecía que las estrellas se peleaban, unas con otras, por su propio espacio. Desde las siete armaban tal invasión, que el firmamento se cubría como una alfombra tejida con miles de bombillos. Solo me faltaba colgar, en el centro del cielo, mi Topolino, el Topolino de papá, para verlo más reluciente bajo la luz de las estrellas.