Por Óscar Domínguez G.
Mejoré mi hoja de vida balompédica con una visita al Maracaná, de Río, donde esta tarde Fluminense y Boca, de Argentina, juegan la final de la Copa Libertadores. Haré fuerza por Flu porque de Río es mi nieta Sofía Mo. Además, para este equipo trabaja un paisano, John Arias, el Pelé chocoano como le dicen. Le he pedido a Santa Evita Perdón les de el triunfo a los brasileños… Ahora,l me alegraré a morir si gana Boca, al que le aportan su talento Fabra y Campuzano. Espero que no dirán de este pecho que se voltea más que un desvelado…
En el estadio “o mais grande do mondo”, cabían ese día que estuve cien mil “torcedores”. (Digo cabían porque en 1950, cuando ocurrió el maracanazo, cabían doscientos mil, de pie la mayoría, claro).
Un dato que aparece en los tableros indica que pagamos la entrada 29.508 aficionados. Nos codeamos con 3 mil aficionados más entre carnetizados, colados e invitados especiales.
El Maracaná fue inaugurado en 1950 con el peor tsunami que ha padecido el país: la derrota 2-1 ante Uruguay que ganó el mundial de fútbol, un deporte que se juega en Brasil desde 1894. Friaca, hizo el primer gol de los anfitriones. Por Uruguay empató Schiaffino.
Ghiggia dejó el país de siquiatra cuando anotó el gol del triunfo. Los discursos, relojes y camisetas que se habían impreso para celebrar anticipadamente la victoria, quedaron para el museo del ridículo.
Para un católico de amarrar en el dedo gordo, su sueño es estornudar cerca del Papa, en la Plaza de San Pedro. Un judío prefiere golpearse contra el Muro de las Lamentaciones, en Jerusalén. Un musulmán irá algún día de la ceca a La Meca. Un aficionado al fútbol, como este negro, criado en los peladeros y mangas del barrio Aranjuez, al nororiente de Medellín, no soñaba con conocer el Maracaná, o Maraca. Pero aquí vine a dar.
Hora: 6:30 pm. Se enfrentan Botafogo, mi equipo de siempre en Brasil, y Flamengo. Los hinchas del Flamengo nos triplican. Son ruidosos, como todo aficionado que se respete. Pero pacíficos. Bueno, el domingo de ese partido, la prensa publicó una fúnebre estadística: Brasil es el país del mundo donde más hinchas han muerto por roces entre aficionados.
Ordenado y limpio el Maracaná. Se podría comer y dormir en él. Escoba en mano, un equipo se encarga de barrer constantemente. Como hacen en las estaciones del metro de Medellín. Todos tenemos silla asignada. Ante todo, comodidad para asistir al rito del fútbol cuyos orígenes se remontan a los chinos de la dinastía Ming. Egipcios, griegos, romanos, japoneses, jugaban con una pelota. También indígenas de América. Lo contó con lujo de detalles Wbéimar Muñoz en una deliciosa crónica con la que él y su equipo se ganaron un premio Rey de España de Periodismo. (Sin tocayo Wbéimar, favor compartirla).
Primero las damas
Mi yerno Joshua Dean, hincha del Boca, hiquien me invitó, y yo, nos acomodamos en buen sitio. Con mirada panorámica al centro del campo. Nada de himno nacional como aperitivo para empezar la velada. A lo que vinimos: el fútbol. El árbitro, Pericles, sí, Pericles, como el gobernante griego que fomentó las artes y la literatura, tendrá 90 minutos para que le recuerden a su mamacita.
Sorpresa: una dama de cola de caballo, una garota de Ipanema, es una de las jueces de línea. Al entrar y al salir del estadio sus colegas de pito, le hacen calle de honor: primero las damas. También la juez, la señorita Fernandes, coleccionará sus buenos madrazos. A la hora de ofender, el “torcedor”, como se les dice aquí, no respeta pinta.
Dos gigantescas pantallas de televisión transmiten el partido. Algo así como llover sobre mojado. Repiten las jugadas claves. También pasan propaganda. Negocio es negocio.
Entre semana, en este descomunal Brasil de 8,5 millones de kilómetros cuadrados y 184 millones de personas, los partidos se juegan de noche. En todo caso, después de las telenovelas. Primero el amor, el coqueteo, la infidelidad, el chisme. Después el fútbol que aquí es religión, según cronistas deportivos que los hay, y excelentes.
Pueden asistir niños “acompañados de adultos mayores”. Hay mayoría femenina en la gradería. La gente grita tan fuerte para estos oídos de “proustático” que del estadio iré, supongo, al otorrino. Cualquier oído, así desconozca el portugués, “esa lengua sin hueso”, al decir de Cervantes, descifra cuándo los gritos son de elogio, o van en contra de la honra y familia de los jueces.
CIUDAD CORRUPTORA DE MAYORES
También en Río, el fútbol saca el domingo del anonimato. Y eso que por estas calendas, el balompié de los cinco veces campeones mundiales no produce ni frío ni calor. Es del montón, dicho sea sin benevolencia. El comentario no es mío. Lo pirateo del diario O’Globo, de Río de la fecha.
En este Maracaná que es la prolongación de la casa y parece una inmensa sala de teatro para “interpretar”, no para jugar fútbol, los cariocas, gentilicio de los de Río, “ciudad corruptora de mayores”, se sienten cómodos.
El ambiente es tan relajado que en las graderías venden cerveza. Apenas esculcan a la gente. Un policía con sonrisa de varios soles, se interesa sin mayor interés en mirar lo que llevo en mi bolso arhuaco que delata mi obvia condición de forastero.
A diferencia de lo que sucede en “mi patria colombiana”, los jugadores cobran tranquilos los tiros de esquina, sin miedo a la afrenta aleve desde la gradería. Solo interrumpirían al jugador para mendigarle un autógrafo, o invitarlo a una feijoada. Cero agresiones. (Bueno, es lo que sucedió ese día).
El guardia examina también mi cámara de retratar que perpetuará mi presencia allí. ¿Si no aparece el retrato por ninguna parte, quién me va a creer? Sería imperdonable ir al Maracaná y no chicaniarle a los eternos y viejos amigos de infancia y de vejez, sin excepción, ilustres candidatos al bisturí que extirpa presas inútiles como su majestad la próstata.
COMO QUIEN CULTIVA ORQUÍDEAS
Si bien éramos escépticos sobre la calidad del partido, los hechos demuestran lo contrario. Los 22 artistas del cuero vinieron a ganarse decentemente el pan. Sudan su oficio. Juegan “como quien cultiva orquídeas”, según decía un escritor describiendo el fútbol de Mané Garrincha, vieja gloria del Botafogo.
Los atletas saben que puede estar en la tribuna un “tratante de blancos”, esos cazatalentos prepotentes enviados por equipos europeos, que los pueden sacar de pobres. A ellos y a sus familias.
Pero así no hubiera “voyeurs” en la galería, juegan por amor a su arte, con arrestos de primíparos. Como si estuvieran jugando para nadie en la cancha del barrio. Acaso monitoreados por papá y por la garota que les quita el sueño y les cuela el aire.
Con la garota les gustaría tener otro Pelé como el que expulsó el Chato Velásquez en el Campín, de Bogotá, para alcanzar la inmortalidad. O repetir a Garrincha. (El original, Mané, jugó para el Júnior de Barranquilla en el ocaso de sus goles. El licor se encargaría de sacarlo del estadio de la vida).
Ese domingo del partido en el Maracaná tenía curiosidad por ver a un jugador con nombre de emperador romano, Adriano, quien había renunciado al sueño europeo. El gigantesco morocho no era feliz en Roma. Era infeliz en euros.
Le dijo adiós al primer mundo y prefirió ser feliz en reales en Río, junto a su familia, sus amigos, la cachaza, el Corcavado, el rodizzio, el Pan de Azúcar.
No defraudó Adriano. Hizo el gol del empate del Fluminense. Se perdió varios. Perdonado. Al final fue un buen partido que terminó en tablas: 2-2. (“Cuando dos equipos empatan, ambos pierden. Es una derrota recíproca y humillante”, pontifica el dramaturgo y cronista Nelson Rodrigues).
Mi ego futbolístico ha quedado satisfecho con la fugaz visita al Taj Majal del gol. Chuliado el Maracaná. Obrigado. ([Nota pasada por el quirófano].