Por Jennie Erin Smith
Los frailejones pertenecen a la familia de los girasoles, son unos miembros de gran tamaño con tallos gruesos y coronas de hojas puntiagudas y peludas. Envueltos en la bruma de unos páramos tropicales fríos, húmedos y casi desarbolados, evocan a los monjes españoles que les dan nombre.
Mauricio Diazgranados, el nuevo director científico del Jardín Botánico de Nueva York, tuvo su primer encuentro con ellos en Bogotá, Colombia, cuando era adolescente y en una ocasión salió solo a sobrevivir en el páramo de un parque nacional cercano. Todavía conserva fotos de aquella aventura de tres días, en la que terminó hambriento, empapado y tuvo que ser rescatado por unos campesinos. La pasión por los páramos y sus plantas de otro mundo nunca lo abandonó, ni siquiera cuando Diazgranados, que ahora tiene 48 años, se embarcó en una carrera itinerante ocupando puestos de investigación en Estados Unidos, Colombia e Inglaterra, antes de llegar al Bronx en junio.
Los jardines botánicos suelen reflejar la historia de un imperio o la influencia de sus países. Los visitantes del Jardín Botánico de Nueva York, que buscan consuelo entre sus coníferas autóctonas o sus hileras de rosas, no suelen darse cuenta de que, desde su creación en 1891, ha albergado un programa de investigación muy centrado en los trópicos americanos. Aunque muchos de sus botánicos, estudiantes de posgrado y profesores visitantes proceden de América Latina y el Caribe, el nombramiento de Diazgranados representa la primera vez que su director científico es de la misma región de la que provienen gran parte de sus colecciones.
Diazgranados, un hombre delgado y firme que acude al trabajo vestido de traje, proyecta cierta intensidad y urgencia. Su experiencia trabajando con las limitaciones presupuestarias de las instituciones latinoamericanas y en ecosistemas tropicales delicados y amenazados, como los páramos y las selvas tropicales, contribuyó a impartirle esos rasgos. “Es muy eficaz: fuerte y decidido”, afirma Brigitte Baptiste, ecologista y rectora de la Universidad EAN de Bogotá. Describió a Diazgranados como un incansable promotor de la biodiversidad colombiana y alguien que puede movilizar recursos para la investigación.
Hace una década, cuando Diazgranados dirigía el jardín botánico de Bogotá, se encargó de la construcción de un nuevo herbario y del invernadero más grande de América, antes de que un cambio de alcaldías barriera con su dirección y él se marchara rumbo a Londres. En el Real Jardín Botánico de Kew, creó un programa para Colombia, aprovechando un histórico acuerdo de paz que amplió las posibilidades de las expediciones biológicas, el ecoturismo y el desarrollo de productos vegetales. Publicó una lista mundial de plantas útiles, una base de datos prácticamente ilimitada en la que se pueden buscar especies que suministran alimentos, medicinas, fibras y combustibles, o que ayudan a mitigar los efectos del cambio climático.
“Por supuesto que la ciencia está para investigar, para entender la naturaleza, pero también para ayudarnos a proteger el planeta y mejorar nuestra calidad de vida”, dijo en una visita reciente a las instalaciones científicas del Jardín Botánico de Nueva York, que están agrupadas, lejos de los paseos principales, en la esquina más al norte de su campus de más de 100 hectáreas. “Ahora lo que tengo que hacer es averiguar cómo es que esta institución puede responder mejor a esos retos”.
Las oficinas de Diazgranados están en el laboratorio de investigación vegetal con paredes de cristal del jardín, enclavado en un bosque de robles centenarios. Aquí, los investigadores recurren a colecciones de resinas, semillas y plantas conservadas en licor o en polvo de sílice, junto con vastos bancos de muestras de ADN y sustancias químicas vegetales. “Aquí se llevan a cabo una gran variedad de trabajos”, explica. “Desde la comprensión de la evolución de frutos y semillas y la adaptación de las plantas a los hábitats marginales, hasta las posibles consecuencias del cambio climático, pasando por la diversificación en los neotrópicos”.
A unos pasos, en el imponente herbario del jardín que parece un refugio, las puertas de cristal se abren para mostrar a un equipo que trabaja con delicadeza para prensar, etiquetar y pegar en papel libre de ácido los frutos del trabajo botánico de campo; ese día se trataba de unas muestras que un científico trajo de Perú. En el herbario se guardan casi ocho millones de especímenes, entre ellos las hojas de frailejones que Diazgranados recogió cuando era un joven investigador; cada año llegan unos 40.000 más provenientes de científicos que hacen tareas de campo o de otras instituciones. El puente entre el jardín botánico como atracción pública y como centro de investigación es su colección viva, cuyas plantas se muestrean de forma rutinaria para ayudar a responder preguntas sobre genética, estructura y evolución de las plantas.
A medida que Diazgranados va conociendo las colecciones y el talento del jardín botánico, sigue imaginando formas en que ambas cosas podrían aplicarse a problemas más humanos, como la seguridad alimentaria, la calidad del aire y la salud. Se siente como en casa en una institución cuyas labores diarias de investigación lo obligan a estar en contacto permanente con Latinoamérica, así como en esta parte del Bronx, donde se habla español en cada cuadra. “La diversidad cultural se está convirtiendo en un aspecto clave de la cultura estadounidense”, afirmó. “Esta es una institución plenamente comprometida con eso. Pero tener un director científico colombiano es una gran oportunidad para abrir aún más las puertas, para que haya más interacción”.
Se ha percatado de que el jardín está lleno de tesoros científicos, muchos de los cuales no se han puesto plenamente a disposición de la comunidad investigadora. “Veo oportunidades por todas partes”, dijo. “Por todas partes”. Hay diapositivas que se deben digitalizar y compartir con botánicos de todo el mundo; una colección de botánica económica, compuesta por artefactos y productos elaborados con plantas que hay que sacar del almacén y estudiar; y botánicos de plantilla cuyos conocimientos taxonómicos podrían ser inestimables para un esfuerzo de restauración ecológica, bien sea en el condado de Westchester o en la Amazonía.
“Ha llegado el momento de que instituciones como el Jardín Botánico de Nueva York empiecen a aportar soluciones al mundo”, afirma. “No podemos seguir haciendo ciencia como estamos acostumbrados. ¿Podemos seguir yendo al campo, trayendo y describiendo nuevas especies mientras el mundo entero se desgarra y arde? ¿Mientras nos llega a Manhattan el humo de todos los incendios?”.
Su objetivo es ampliar el programa científico a nuevas áreas, señalando la reciente contratación de Brad Oberle, un botánico que trabajará “en los rasgos funcionales de las plantas que nos permitan investigar, por ejemplo, el secuestro de carbono y cómo podemos utilizar las plantas para luchar contra el cambio climático”. Otra de las nuevas contrataciones clave, que llegó al mismo tiempo que Diazgranados, es Eric Sanderson, quien trabajó en la Wildlife Conservation Society, y ahora es el primer vicepresidente del jardín para la estrategia de conservación urbana.
En Bogotá, Diazgranados descubrió una pequeña población de una especie local de girasol, que durante mucho tiempo se creyó extinta, creciendo en un humedal suburbano. Su personal propagó las flores y las promocionó como plantas ornamentales. Y ahora, dijo, pueden verse por toda la ciudad. Recientemente, un equipo del Bronx, formado por Sanderson y Robert Naczi, experto en flora neoyorquina, ha estado investigando la juncia del lúpulo, una planta que antaño crecía prolíficamente en las orillas del río Bronx. Es una especie que puede estabilizar las riberas y servir de amortiguador contra las inundaciones, cada vez más frecuentes. “No es una especie que Home Depot vaya a proporcionarle a la ciudad, porque no tienen ni idea de que existe”, afirma Diazgranados. “¿Quién tiene ese conocimiento? Nosotros”.
Mientras almorzábamos una hamburguesa vegetariana en el restaurante del jardín —Diazgranados es vegetariano desde hace mucho tiempo— continuó la letanía de objetivos. El jardín botánico dirige tres decenas de proyectos de campo en todo el mundo, y le gustaría que se emplearan más drones e inteligencia artificial en ese trabajo de campo. Su equipo ha estado entrenando tecnología de imagen láser en especímenes secos de herbario, para ver si puede combinarse con algoritmos de reconocimiento facial con el fin de identificar correctamente los ejemplares vivos de esos especímenes.
“¿Y sabías que se pueden hacer análisis de ADN sobre el terreno?”, dijo Diazgranados. Se están desarrollando dispositivos que permiten tomar una muestra de una planta y obtener una reacción en cadena de la polimerasa en el acto, explicó, y añadió que soñaba con un aparato que también pudiera reconocer las secuencias genéticas de las especies y leer sus nombres. ¿Cuánto terreno más se podría cubrir, cuántas especies se registrarían, cuánto tiempo se ahorraría? Los botánicos como él siempre han sido pocos, señala, y no es habitual poder tener a tu lado al experto mundial en cada familia de plantas.
Diazgranados está trabajando en un libro sobre frailejones; ahora es la máxima autoridad mundial de esa planta. Su trabajo, que antes se centraba en su diversidad y geografía, ahora se ha enfocado más en su función: cómo almacenan agua en sus copas y cómo su presencia o ausencia afecta a la hidrología de los ecosistemas de páramo, amenazados por el calentamiento del clima y la agricultura. “Todavía tengo que publicar algunas especies nuevas” y terminar algunos análisis genómicos, dice. Pero estos proyectos podrían quedar relegados a un segundo plano, a medida que desarrolla su estrategia para la investigación del jardín, lo que incluye elevar su perfil.
En años recientes, Diazgranados se encargó de dar a conocer a uno de cada 10 colombianos un ambicioso proyecto, que dirigió desde Kew, para identificar las especies de hongos del país y encontrarles usos diferentes y novedosos. Contrató una vocera bilingüe, creó canales en Facebook, Instagram, Twitter y YouTube y logró que se publicaran 50 artículos en medios de comunicación. “Y lo conseguimos”, dice, regodeándose un poquito. “Te enseñaré las cifras”.
No cree que sea exagerado imaginar que el estadounidense promedio pronto sabrá más sobre la ciencia que se hace en el Jardín Botánico de Nueva York. En dos o tres años, “estarás tomando el café y oirás en la NPR que ‘los científicos del Jardín Botánico de Nueva York han hecho un gran descubrimiento’; ese es otro objetivo”, dijo, y salió corriendo a una reunión.