Sobre política fea y bellas letras

“Todo indica que es posible tener ideas políticas desastrosas y escribir obras maestras”: Julio César Londoño Foto: Archivo particular

Julio César Londoño

Georgie, pregunta con timidez María Esther Vásquez, ¿por qué le recibiste esa condecoración a Pinochet? No era una condecoración, contesta Borges, la Universidad Santiago de Chile me hizo doctor honoris causa y el presidente me invitó a comer… no me podía rehusar… obré mal, sabía que me estaba jugando el Premio Nobel, pero pensé: qué absurdo juzgar a un escritor por sus ideas políticas. (Borges, sus días y su tiempo, M. E. Vásquez).

Sí, Georgie obró mal y pensó peor. Por supuesto que los lectores juzgamos a un escritor también por sus ideas políticas. Un escritor puede ser de izquierda o de derecha, pero no puede cenar con Pinochet ni con Ortega ni con Maduro por la sencilla razón de que estos señores no son políticos sino criminales fétidos.

Gabo tuvo razón en apoyar a Castro al principio, cuando la revolución cubana era un símbolo de la utopía social. Después Gabo demostró que, como analista político, era muy buen amigo. Vargas Llosa tenía razón, Gabo no era un intelectual, era un artista.

Los intelectuales españoles nunca le perdonaron a Camilo José Cela sus coqueteos con el franquismo. Tampoco se los perdonó Antonio Caballero, que señaló a Cela de soplón de la policía franquista en su académico artículo «Pedo, caca, culo y pis». (Paisaje con figuras, Editorial El Malpensante, 1997).

¿Cómo puede un escritor tener la sensatez de desmarcarse de Castro y luego apoyar a Álvaro Uribe y a Keiko Fujimori? Nadie, ni la señora madre de Vargas Llosa supo nunca la respuesta. Él, que sí es un intelectual, obra con una incoherencia política pasmosa.

¿Se equivocó la Academia Sueca de Letras al negarle el premio a Borges? Sí. Como decía Antonio Caballero, «cada que se les muere un Borges o un Proust los académicos suecos se dan una palmada en sus pálidas calvas boreales y exclaman ¡otro que se nos pasa!». Pero se les abona a los académicos que no le negaron el premio por razones políticas. La cosa fue muy sencilla: a Artur Lundkvist no le gustaba Borges, y él era el único miembro de la Academia que leía español con matices (lo que no habla muy bien de la institución que dispensa la gloria literaria). Lundkvist dio explicaciones muy pobres de su bronca contra Borges en Estocolmo a raíz del Nobel de Gabo en 1982.

¿Acertó la Academia al premiar a Gabo, a Cela y a Vargas Llosa? Sin duda. Cela renovó la literatura española con una prosa vivaz que configura «con refrenada pasión una visión provocadora del desamparo del ser humano», dice el acta Nobel. Gabo fue capaz de narrar «las mil y una noches latinoamericanas» con un lenguaje barroco cuando la estética de su tiempo exigía prosas austeras. Y Vargas Llosa, un maestro de la arquitectura narrativa, mezcla con eficacia la sociología, la historia y el sexo con esa cosa que él no entiende, la política.

El éxito de estos autores demuestra una gran paradoja: se puede tener el talento necesario para labrar una gran obra literaria y, al tiempo, tener juicios desquiciados en una materia tan importante como la política. Si la ética es el norte moral del mundo, y la moral está íntimamente ligada a la justicia social, que es un concepto inseparable de la política, ¿cómo puede un escritor, que debe postular una supraética, una que supere la moral de los códigos y de los decálogos, cómo diablos puede acertar y escribir obras memorables?

Uno acepta que es posible ser un buen escritor sin tener una gran formación en artes o en ciencias duras, pero ¿dar tumbos ideológicos y escribir bien? ¿Podemos imaginar a Emil Cioran o a Wislawa Szymborzska sin una sensibilidad política excepcional? No, es imposible. Sin embargo, todo indica que es posible tener ideas políticas desastrosas y escribir obras maestras.

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