Por Óscar Domínguez Giraldo
A pocas horas de que enfrentar a Panamá por la Copa América, me dio por recordar que mi madre me quería ver convertido en papa, no en interior derecho o aguatero del Nacional. Me inventó vocación de cura y al seminario La Linda, cerca de Manizales, fui a templar.
Para mi madre, sin fútbol sí había paraíso. Nunca le interesó el deporte. Espero no calumniarla si digo que confundía el fútbol con un policía acostado. O con la sota de bastos de su baraja española en cuya manipulación era ducha a la hora de jugar tute, uno de los pocos lujos que se dio, con el dominó.
A ella y a los de su generación les estaba prohibida la lúdica, el placer. Solo les dictaba trabajar, trabajar y trabajar. Y criar hijos para el cielo. De los nueve petacones que tuvo en aburrido dueto con mi padre, seis seguimos en circulación.
Mamá Geno creía que yo no iría al cielo con los amigos del fútbol que tenía. O sea, no tenía nada contra los goles, sino contra quienes los hacían.
“No se junte con malas compañías”, era su estribillo. Sobre todo con Nazareno que decía la grande con tantas ganas que yo quería crecer rápido para decirla también. En la calle nos sentíamos como en casa, dicho sea con el cronista brasileño Ruy Castro al hablar de los cariocas.
Hoy pienso que el deseo de doña Geno era que su “Negro” –así me decían- se portara tan bien que mi muerte la lamentara hasta el dueño de la funeraria (=Mark Twain). No voy a decir que he logrado esa meta. En esas ando. No sé cuántas reencarnaciones necesitaré para lograrlo…
En desarrollo del libre desarrollo de mi personalidad que entonces no se llamaba así, le desobedecía en materia futbolística. Era uno de los pecados que le confesaba al padre Hernando Barrientos, párroco de San Cayetano. Mis tías Giraldo Jiménez se confesaban con él para estar cerca de ese “lapo de hombre”, como le decían.
Jugábamos en la cancha de la carrera 50ª con 93, al lado del hígado de la Escuela José Eusebio Caro. Jugábamos para nadie, para el olvido, o sea, para nosotros mismos. El juego por el juego.
Mis ratos libres terminaban detrás de un balón. O de una pelota de trapo, de papel. El material era lo de menos. A veces jugábamos fútbol sin balón anticipándonos a la película Blow up en la que juegan tenis sin la bola.
Mi madre solo toleraba mi amistad con Caliche, quien era una mezcla de Pelé, Maradona y Messi de pantalón cortico. En ellos veo clonado el fútbol de mi amigo de infancia. Caliche era lo más parecido a un domingo.
En él se cumplía el consejo del polaco Ryszard Kapuscinski a los periodistas: Para ser buen periodista ante todo hay que ser una buena persona.
Cuando jugábamos en la cancha de Ciegos y Sordomudos hasta allí me perseguía mi madre para monitorear mis amistades.
Los ciegos jugaban desde su silencio con el ruido de las pelotas. Lo dice un poeta, Juan Manuel Roca, el sobrino de Vidales, sí, Luis, ¿quién más? : “Mi madre y yo en la terraza. Y abajo, ángeles de la sombra (los niños ciegos) corrían como locos tras el ruido”.
Como siempre he tenido el fútbol por cárcel, a este deporte le debo el primer y único canazo que he pagado.
Con varios chinches de la 50ª con 92, en Aranjuez, fuimos detenidos por el delito de jugar fútbol en la calle. Por la infracción nos metieron en la “bola”, una especie de cárcel ambulante.
Luego fuimos a templar a la permanente o inspección de policía donde nos echó con un sermón paternal el funcionario de turno. Espero que haya sido don Abaslón Vargas, una especie de Sherlock Holmes de barrio. Luego de la amorosa tarjeta amarilla nos devolvió a nuestro hábitat, su majestad la calle. Le debo a mi madre – enemiga del fútbol- haber recuperado mi libertad. He debido ser papa en reciprocidad con ella.