Sin fútbol sí hay paraíso

Mamá Geno Oleo de Gloria Duque

Por Óscar Domínguez Giraldo

Como mi madre, doña Geno, era una fiesta, decidió morir el Domingo de Ramos, hace 9 años, un día como hoy,  29 de marzo.

Ella me quería ver convertido en papa, no en interior derecho o aguatero del Nacional. Por eso me  inventó vocación de cura y fui a templar al seminario de los agustinos, en La Linda, a un rosario de Manizales.

Para mi madre, sin fútbol sí había paraíso. Nunca le interesó el deporte. Espero no calumniar a nuestra zurdita de oro si digo que confundía el fútbol con un policía acostado. O con la sota de bastos de su baraja española en cuya manipulación era ducha a la hora de jugar tute, uno de los pocos lujos que se dio, con el dominó. Bueno, también nos enseñó las intimidades de la pisingaña “jugaremos a la araña…”.

A ella y a los de su generación les estaba prohibida la lúdica. Solo les dictaba trabajar, trabajar y trabajar. Y criar hijos para el cielo. En nuestro caso,  paró la tacada en nueve petacones. Seis seguimos en circulación, peinando canas y acumulando arrugas y pategallinas que consideramos condecoraciones ganadas en combate.

En Semana Santa, doña Geno triplicaba su trabajo frente a la máquina Singer: tenía que coser el estreno de Jueves Santo para toda la culecada.

Creía que yo no iría al cielo con los amigos del fútbol que tenía. O sea, no tenía nada contra los goles, sino contra los que los hacían.  

“No se junte con malas compañías”, era su estribillo. Sobre todo con Nazareno,  que decía la grande (HP) con tantas ganas que yo quería crecer rápido para poder decirla también. 

En la calle nos sentíamos como en casa, dicho sea con el cronista brasileño Ruy Castro al hablar de los carioquitas. La calle era el mejor cuarto de la casa.

El deseo de doña Geno era que su negrito se portara tan bien que a su muerte lo lamentara hasta el dueño de la funeraria (=Mark Twain). No voy a decir que he logrado esa meta. En esas sigo. No sé cuántas reencarnaciones necesitaré para lograrlo…  

En desarrollo del libre desarrollo de mi personalidad que entonces no se llamaba así, le desobedecía en materia futbolística. Era un auténtico “anticristo de la calle”, como también les dicen en Brasil a los chinches.

Jugábamos  en la cancha de la carrera 50ª con 93, al lado del hígado de la Escuela José Eusebio Caro, en cualquier peladero de Aranjuez, Berlín, Manrique o Campo Valdés, el barrio de los buses impecablemente mantenidos. Jugábamos para nadie, para el olvido, o sea, para nosotros mismos. El juego por el juego.

Mis ratos libres terminaban detrás de un balón. O de una pelota de trapo, de caucho, de papel periódico amarrado con una pita para que no se desperdigaran los goles. El material era lo de menos. A veces jugábamos fútbol sin balón de la misma forma como en la película Blow up juegan tenis sin bola. ¿No hay jugadores que son famosos por jugar sin balón? Nosotros inventamos eso…

Mamá solo toleraba mi amistad con Caliche, quien era una mezcla de Pelé, Maradona y Messi de pantalón cortico. Así era de asombroso el fútbol que practicaba.  Caliche era lo más parecido a un domingo.  (Nos sabíamos ella ni yo que el fútbol es la recuperación semanal de la infancia, dijo uno).

Cuando jugábamos en la cancha de Ciegos y Sordomudos, hasta allí me seguía (perseguía es el verbo)  para monitorear mis amistades y torcerme un pellizco por salirmele del redil.  La escuela para ciegos sigue en su lugar.  

Como todo ha subido, ahora los ciegos juegan desde su silencio con el ruido al caer. Lo dice un poeta, Juan Manuel Roca, el sobrino de Vidales, sí, de Luis, ¿quién más? : “Mi madre y yo en la terraza. Y abajo, ángeles de la sombra (los niños ciegos) corrían como locos tras el ruido”. 

Como siempre he tenido el fútbol por cárcel, a este deporte le debo el  primer y único canazo que he pagado. 

Con varios chinches de la 50ª con 92,  fuimos detenidos por el delito de jugar fútbol en la calle. Por la infracción nos metieron a varios en la “bola”, una especie de cárcel con llantas. La tal “bola” se parecía al carro de los bandidos de las películas del domingo.  

Fuimos a templar a la inspección donde nos regaló un sermón paternal el funcionario de turno. A lo mejor fue el celebérrimo Absalón Vargas, una especie de Sherlock Holmes de barrio.

Doña Geno – la del óleo que acompaña estas líneas, pintado por su nuera Gloria Luz, mi mujer-, se convirtió en mi abogada y logró que nos dieran la libertad por cárcel. Lástima no haber sido papa en reciprocidad… (Líneas aumentadas y corregidas… O eso pienso).

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