Por Oscar Domínguez Giraldo
Se llamaba Pepito y lo recordamos siempre que leíamos en El Tiempo las columnas de su patrón, el maestro Germán Arciniegas, quien un buen día, sin más poesía, ordenó caparlo para frenarle sus ímpetus sexuales.
Los arrebatos kamasútricos estuvieron a punto de ocasionar líos diplomáticos porque al felino se le alborotaba el erotismo solo con las gatas de los embajadores europeos. Nada de tercermundismo en su menú sexual.
Denominado por Arciniegas “bastardo con ínfulas de aristócrata”, Pepito fue regalado a una de sus hijas por unos gamines. En un dos por tres, el trepango Pepito cambió de nombre, de concentrado y ascendió en la escala social.
Fue el único gato en el mundo con presidente de Academia de la Lengua y con periódico propio, El Tiempo. Pilatuna que hacía tenía garantizada vitrina en el periódico del santoral… en la época. La última audacia fue morir de sus siete vidas. Arciniegas chivió hasta el gato con la noticia.
Pepito mojó páginas sociales cuando se enamoró de una lady cuadrúpeda: la gata del embajador de Su Majestad Isabel II. Los cronistas del corazón aclararon en su momento que, en realidad, se trató de un escandaloso “ménage à quatre”, pues en el idilio intervinieron también las gatas de las embajadas japonesa y francesa, por supuesto.
La especie del romance entre el “tigre en miniatura” de Arciniegas y la gata del embajador fue desmentida por “buckinghamólogos” criollos con un argumento contundente: el señor embajador sólo tiene perros en su nómina y, así se hable de gatos, perro no come perro.
Para cortar por lo sano, el maestro Germán ordenó aplicarle el bisturí a Pepito. El asunto no se quedó así: Pepito, borbón a su manera pues no perdonaba ni olvidaba, cualquier día que amaneció alborotado, le pegó tremendo mordisco a Arciniegas, lo que lo alejó de una veintena de recepciones diplomáticas.
Los politólogos que de algo tienen que vivir, atribuyeron el mordisco a cierta oposición que quería acallar la voz del maestro, enemigo furioso de la “celebración” del Descubrimiento.
Pepito solo lamentó una cosa en vida: no haber protagonizado cierto episodio en casa de las señoritas Pardo, en donde el gato era el único “hombre” de la casa. Según el historiador Arciniegas, una tarde, las eternas solteras Pardo y el colega de Pepito recibieron la visita del expresidente Eduardo Santos. El ilustre hombre público después de saludar y besar a sus anfitrionas, dejó su sombrero en el lugar ad hoc: el perchero. Chocolate santafereño debajo de un sombrero como que no.
Como el gato de las Pardo pocón de lecturas de la urbanidad de Carreño, le pareció entre divertido e histórico hacer pipí en el sombrero ¿londinense? del encopetado visitante. A sus espaldas, naturalmente.
¿Qué hacer?, se preguntaron angustiadas las Pardo, señoritas a sus espaldas también porque mucho les habría gustado pasar por el tálamo nupcial. Aquí que no peco, se dijeron, y en una decisión “de veras iluminante”, le repitieron al jefe cachiporro la dosis de colaciones y chocolate santafereño. Así lo retuvieron hasta cuando el sombrero por inercia se secó.
Como cierto gato de un cuento de Borges, Pepito vivía “en la eternidad del instante”. Se sentía calumniado por el Nobel García Márquez en “El amor en los tiempos del cólera” donde se lee: “Los gatos no se acuerdan de nadie”.
Pepito, como cualquier bípedo machista, se acordaba siempre de divulgar sus conquistas amorosas como la mejor manera de combatir el alzhéimer y reafirmar su “hombría”.
Nunca padeció estrés. Nadie puede decir que lo vio en un baño turco o en un sauna, practicando el deporte nacional de hablar mal del gobierno. O del prójimo.
Era el perfecto logotipo de la pereza. Se aburría en cuatro patas.
Vivía en vacaciones perpetuas. Se despertaba y se le agotaba la agenda, como a cualquier pensionado. En vez del monótono trabajar, trabajar y trabajar, Pepito prefería conjugar verbos más coquetos y lúdicos como dormir, amar, comer, vagar. Por todo lo anterior, paz sobre las siete vidas y siete muertes de Pepito.
PEPITO
Después de quince días de intenso peregrinaje sentimental por los
tejados calientes de la capital, regresó a la residencia del maestro
Germán Arciniegas su gato Pepito. Estas son sus primeras
declaraciones:
– ¿Papeles?
– Soy Pepito, el gato «operado» de Germán Arciniegas, presidente
de la Academia Colombiana de Historia.
– ¿Ese «operado» por qué entre comillas?
– Quíteselas y quedaré castrado.
– ¿Y eso?
– Averígüelo entre las gatas de las embajadas vecinas a la casa
de Arciniegas.
– ¿O sea que acabó hasta con el gato?
– Hasta con las gatas. Si perro no come perro, gato no come gato.
– ¿Qué es un gato?
– Un gato es todos los gatos.
– ¿Y animal doméstico qué es?
– Es todo aquel que se soporta al hombre en la casa en
la que éste paga el arriendo. Como los perros. Estos (incluyo a los perros) viven del arribismo. Nosotros de nuestra arrogancia.
– ¿Diferencia entre un gato y un perro?
– Nosotros vivimos juntos pero no revueltos con el hombre. El
perro es un hombre con cuatro patas.
– No simpatiza demasiado con el hombre…
– Mientras más conozco a Arciniegas, más quiero a Pantera.
– ¿Cómo dijo que dijo?
– Es la gata que me puso al lado Arciniegas para hacerme más
llevadera mi «eunuquez». Desde que me “operaron” quedé como el expresidente López: muy cerca de mujeres bellas, pero muy lejos de su desnudez.
– “Eunuquez” no existe en español.
– Pero sí existe en el esperanto de los gatos. Eso significa que puedo tener ganas de Pantera con la diferencia de que no puedo quitarlas. Hago el amor con las ganas ajenas. Con el espejo retrovisor de mis polvos pasados.
– ¿Pero no es mejor tener ganas que quitarlas?
– Eso se lo oí a una vendedora de frutas de Envigado. No olvide darle el crédito. Pero respondo: eso está bien en filosofía. Pero no a la hora del
asedio del demonio de la carne.
– ¿Su personaje inolvidable?
– ¿Me está entrevistando para Selecciones? Garfield es mi gurú.
– ¿Es cierto lo que dice Borges: que el gato vive en la eternidad
del instante?
– ¿Si Borges no leyó ni siquiera20 de los Cien años de soledad por qué lo tengo que leer a él?
– ¿Por qué la afición-aversión de su patrón a los 500 años del
descubrimiento?
– Porque está seguro de que si a bordo de las carabelas de Colón
en vez de cristianos, hubieran ido gatos, en lugar del grito de “tierra” del tal Rodrigo de Triana, se habría oído un estruendoso: “!Miau!”
– García Márquez sostiene que «los gatos no se acuerdan de
nadie».
- Calumnias nobeles de la oposición. Somos pragmáticos. Solo nos acordamos y vemos a quienes les podemos sacar partido. Como los presidentes de Estados Unidos, no tenemos amigos sino intereses.
- ¿Le habría gustado hacer el amor con Socks, el gato del presidente Clinton?
- ¿No oyó que gato no come gato? En este caso no me gustan ni el gato ni el presidente que convirtió en oral el despacho Oval de White House.
– ¿Por qué el gato no figura en la historia?
– No hacemos historia. Nos la dormimos. O hacemos pipí en ella.
– ¿Le gustó el tratamiento que les dió Edgar Alla Poe en El Gato Negro?
– Gracias, no bebo. Soy detestablemente abstemio.
– ¿Por qué hacen tanto ruido los gatos cuando hacen el amor?
– Yo soy un gato. No mi propio biógrafo sexual. Eso se lo dejo
a los gatólogos de Academia. O a los Freud que en el mundo son.
– ¿Su pedigrí?
– Bastardo de buena familia. Y con buenos gustos. Por lo
menos antes de que Arciniegas me enviara un médico disfrazado de bisturí.
– ¿Es cierto lo de las siete vidas del gato? - He vivido tanto que me parece que he agotado cinco de mis siete vidas. Duramos mucho porque tenemos que liquidar antes una vida detrás de otra. Ningún gato se muere de repente. Lo malo es que después no nos acordamos de ninguna de nuestras vidas.
- ¿Por qué siete vidas y no cuatro, ocho, diez?
- No pregunte pendejadas, joven. Vamos con la siguiente pregunta. (Lo de los siete nos viene en los chips).
– ¿Su último deseo?
– Que en lugar de bisturí a los gatos nos permitan usar
preservativos. (Líneas pasadas por el quirófano)