Editorial
La crisis poselectoral en Venezuela corre ya un serio riesgo de enquistarse cuando se han cumplido tres semanas desde la votación. Lejos de atisbar algo de esperanza para una salida negociada, el atrincheramiento del presidente Nicolás Maduro constata su decisión de no ceder un milímetro pese a la presión interna e internacional, que exige la presentación de las pruebas de su supuesto triunfo en las urnas. La prioridad ahora es poner fin a la represión y a la persecución tanto de los líderes políticos opositores como de miles de ciudadanos que protestaron contra las irregularidades de una jornada que es evidente que careció de la transparencia necesaria para reconocer los resultados, como han denunciado la mayoría de países del mundo democrático, incluidos aliados del actual Gobierno, como Brasil, Colombia y México.
El Consejo Nacional Electoral, cuyo presidente, amigo personal de Maduro, proclamó ganador al líder chavista, sigue sin aportar una prueba del supuesto triunfo desde el 28 de julio. El Gobierno avanza en su estrategia de que sea el Tribunal Supremo de Justicia, en poder también del oficialismo, el que dirima una controversia que, a fin de cuentas, y como se viene exigiendo desde la noche electoral, se hubiese solucionado mostrando desde el primer momento las actas que prueben los resultados de la elección. La oposición puso a disposición de todo el mundo, en una página web, más del 80% de actas, en su poder, que acreditarían el triunfo del candidato opositor, Edmundo González, con el 67% de los votos frente al 30% de Nicolás Maduro. Es importante recordar que tres semanas después esos datos, los únicos disponibles, no han sido desmentidos.
En este punto muerto, el riesgo de involución del régimen es total. No sería la primera vez que el Gobierno trata de ganar tiempo con tal de generar diversos escenarios que le permitan sobrellevar la situación, esto es, un régimen de terror a base de detenciones y persecuciones, que inhibe cualquier tipo de protesta o movilización; una división en el seno de la oposición y un desgaste de la comunidad internacional, que ve cómo Maduro ni siquiera escucha a los que no hace tanto ha considerado aliados, como el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva o el colombiano, Gustavo Petro. La propuesta abierta de ambos gobiernos para superar la situación de parálisis pasaba por convocar nuevas elecciones o por un Gobierno de coalición transitorio. Fue rechazada tanto por el chavismo como por la oposición; no solo, fue despreciada por Maduro, que acusó sin mencionar a sus pares de practicar una “diplomacia del micrófono” al tiempo que les recordaba la necesidad que ambos países tienen de colaborar con Venezuela en materia económica y de seguridad fronteriza.
La presión internacional puede tener un alcance limitado ante el autoritarismo, pero debe mantenerse firme contra la deriva de Maduro, tanto apoyando, como ha hecho hasta ahora, el liderazgo de Brasil y Colombia como en conjunto, con el notable comunicado publicado el viernes pasado en el que por primera vez fueron de la mano Estados Unidos, la Unión Europea y países de América Latina. En esa declaración se pide la liberación inmediata de todos los detenidos en la ola represiva de las últimas semanas, de la que incluso ha presumido Maduro, se reitera la exigencia de publicación de las actas y se apoya cualquier propuesta de negociación para una salida pacífica. Esa firmeza y unión en la búsqueda de una salida negociada en la que participen todos los actores es el camino a seguir para superar una peligrosa parálisis.