Por Óscar Domínguez Giraldo
El correo electrónico enterró las cartas manuscritas. Los carteros de hoy solo entregan prosaicas cuentas de servicios, áridos extractos bancarios, notificaciones de un juzgado que nos busca por pisotear los códigos.
Los perros se han quedado sin a quién morder. Por debajo de la puerta no se volvió a oír el suave murmullo de la carta que viene de lejos.
Las cartas pasaban por debajo de la puerta que era el buzón de pedal que nos tocó a muchos. La llegada de un visitante de papel de esos provocaba júbilo inmortal en casa. Había algo de misterio a lo Hitchcock en ellas.
De pronto llegaban cadenas de oración del tipo: Si en tres días no ha reenviado esa carta siquiera a cien personas en el polo norte, usted se volverá pobre y bobo.
No ha vuelto a llegar nada que huela a poesía, ternura, amistad, nostalgias. Internet nos depara el bostezo de los buzones.
En casa, gracias a una hermana coleccionista de olvidos, conservamos las cartas dibujadas que mi padre le escribía a nuestra madre.
También conservo las cartas de mi madre cuando estudiaba para papa en el seminario La Linda, a una jaculatoria de Manizales. Sus cartas empezaban siempre así: “Recordado hijo”, y por ahí se metía.
Un párrafo después me estaba tirando línea: manéjese bien, estudie, no pelee, no juegue tanto fútbol, mérmele al ajedrez, no se junte con malas compañías, rece al levantarse y al acostarse, no olvide confesarse y comulgar, lea, respete a los mayores…
Para no perder el olor y el sabor de las cartas conservo las de algunas novias.
La primera que tuve (ella tenía 14 años a la sombra) me despacha hacia el olvido con un encabezado que me dañó el desayuno de todas mis vidas. Dice con su caligrafía de pianista perfeccionada acariciando nocturnos de Chopin: “Óscar, examigo, ahora simplemente conocido”.
Guardo esa carta de destitución fulminante en el libro “Taquigrafía Gregg simplificada”, de pasta dura, colores rojo y amarillo pollito, en el que nos enviábamos la correspondencia.
Otra chica que se ponía el perfume Chanel de su hermana – como yo la ropa y las gafas Ray Ban de mi hermano para parecer misterioso e interesante ante el hembraje-, me notifica: “Sufrirás, todo el que me hace sufrir, padecerá”.
Y otro amor, para no alardear más, se queja dulcemente porque deserté para irme a detrás de “esa rubia”. Me envió de regalo un beso un papel estampado con “rouge”, como se llama al pintalabios en un tango de Óscar Larroca. “Quitate el rouge de los labios que no me marque tu sello…”.
Jesús el Nazareno también escribió a mano. Lo hizo una vez en el episodio de la mujer adúltera. Vendería mi alma a Dios por saber qué escribió. Con la venia de la sala, me permitió imaginar lo que estampó en el suelo: “¿Cómo voy a condenar a esta belleza que me quita el sueño?”).