Recuerdos de París

Paris, Olímpicos 2024. Foto Yahoo

Jamás había invertido mejor mis horas que viendo por televisión la inauguración de los Juegos Olímpicos. Como la Bardot en sus mejores días, la inauguración no tuvo presa mala.- Se lucieron los franchutes. En el archivo encontré estas líneas. 

Por Óscar Domínguez Giraldo

Mi  primer contacto con Francia  data de la que época en que supe  que a los niños nos traían  cigüeñas políglotas que atravesaban el charco en vuelos sin escalas desde París.

El viaje de las cigüeñas me parecía largo e incómodo porque tenían que mantener el pico cerrado para que el bebé no se cayera al mar y se lo tragara una ballena, como al pobre Jonás (de quien se dice que, en realidad, “no estaba muerto se había ido de parranda”). Cuando me cambiaron las cigüeñas por las mamás se me vino abajo todo el andamiaje fisiológico-teológico.

De las cigüeñas dí un brusco salto a Los Tres Mosqueteros, de Alejandro Dumas. Entonces fui sucesivamente, Athos, Portos, Aramís y D’Artagnan.  De Aramís heredé su pasión por la teología y casi me vuelvo cura. 

Leí la prosa de Renato de Chateaubriand en Athala, René y el último abencerraje. No recuerdo “de quoi s’agit t’il “, pero eso es la cultura: lo que nos queda después de haberlo olvidado todo ( lo dijo Gilberto Alzate Avendaño, el Mariscal). 

Menos mal que le afrijolé a mi hijo el Jean (Juan) que conocí en Los Miserables de Víctor Hugo. Recuerdo que el primer piropo que le eché a mi esposa cuando dio a luz a Andrea, nuestra hija,  mamá de Sofía, carioquita ella, y de Ilona Lu, rolita, ala, lo tomé prestado de Víctor Hugo: “El primer hijo es la prolongación de la última muñeca”. Me habría gustado llamarla Cosette. Por apodo le decimos Cotela. Espero que encuentren alguna remota similitud eufónica entre los dos nombres. 

Afiches en la Rue de Rennes (martes 23 de julio 2024) con propaganda contra Putin a quien se declara asesino de guerra..

Por primera vez vi íntegro el paisaje femenino en películas francesas prohibidas para todo católico. Para ello me tocaba sobornar a un portero del cinema paradiso de mi barrio prometiéndole de paso que le llevaría saludos a una tía mía que le sacaba el aire. Las saludes, como la carta de Don Quijote a la sin par Dulcinea del Toboso, nunca llegaban a su destino.

Cuando hubo que posar de existencialistas en los años sesenta, un libro de Sartre, nunca terminado de leer, decoraba mi sobaco. Con el tiempo y un palito leí las Memorias de Adriano, de Margarite Yourcenar. Me habría gustado traducirlas pero se me adelantó un tal Cortázar.

Por supuesto, fui “existencialista” vergonzante. Todos lo fuimos alguna vez. Así no supiéramos qué era eso. De pronto leo “Una temporada en el infierno”, de Rimbaud, en la traducción de Nicolás Suescún. Como el libro de Áncora viene en los dos idiomas, a veces  me doy un banquete nocturno de don Arturo.

Frente al pelotón de fusilamiento de la vejez apenas vine a leer a Antole France por recomendación del fallecido librero Felipe Ossa. 

Con el bagaje francés acumulado aquí y allá, llegué una mañana a París. Hacíamos escala antes de seguir a Estocolmo adonde “íbamos a ” por el Nobel para García Márquez.

No es cañazo de tahúr pero cuando aterrizábamos en el aeropuerto Charles de Gaulle informaron por el sonido interno del cachivache de Avianca que una mujer preguntaba por mí en la escalerilla del avión. 

No faltó el chistoso  que gritara a pleno pulmón para que se enterara todo el mundo a bordo: «Se le cayó  la perica», o coca que llaman. A ese fulano le retiré el saludo y la mirada, como hacen los indígenas paeces con quienes los agreden.

Finalmente, no me esperaban Catherine Deneuve, Brigitte Bardot ni Pascal Petit, la de senos pluscuamperfectos. La sorpresa era mayor: Se trataba de mi hermana Pía, la menor de la tribu,  que esperaba ansiosa su dosis personal de buñuelos con natilla que le enviaba nuestra madre para que combatiera la nostalgia decembrina. 

De regreso a París me alojé en su apartamento en el barrio Sully Morland cerca de un circo triste al que se le acababa de crecer el enano, su principal atracción.

La policía  requisa ciudadanos al frente de la Comedie Française, muy cerca del Museo del Louvre. La seguridad es muy aguda en todo ese perimetro de París Centro.

Cómo no evocar en este popurrí de recuerdos a la  frágil madame de edad prolongada que conocí en la soledad de sus gatos en el apartamento que quedaba enfrente del de mi hermana Pía. “¡El señor es suramericano!”, fue todo lo que dijo la frágil mujer antes de regresar a su soledad de todas las horas. Me habría gustado ser el fotógrafo Cartier-Bresson para eternizar el momento en que cerraba la puerta.

Con mi profesor de Literatura en la Universidad de Antioquia, Elkin Restrepo, nos peleábamos a las divas francesas. En el cambalache, yo me quedé con Brigitte Bardot y Pascale Petit. Él se fue feliz con la Deneuve a quien volvimos a ver remozada en la película 8 Mujeres.

«La patrie entre pour l’estomac», (=la patria entra por el estómago) concluí en un precario francés que empecé a estudiar con los frailes agustinos recoletos y con el cual me le enfrenté a París que para mí ha sido una mezcla de torre Eiffel, río Sena, historia detrás de cada piedra, misterio en cada calle, cultura, Chanel # 5, baguettes, leyendas, croissants, clochards, buen cine, vinos, la Piaff, el armenio Aznavour, quesos…. Y amor, siempre el amor. 

Debo confesar que mi sexapil latino quedó reducido a su mínima expresión porque durante mi visita a la Ciudad Luz nunca logré internacionalizar mi libido. Ninguna “mademoiselle”  me dio ni la hora de la semana pasada.

Me tuteé con clochards en el metro y me «bajé» de algunos francos -tampoco muchos- para indemnizar por su voz melancólica a varios artistas latinos que gritaban sus canciones como una forma de mantener el polo a tierra con su  patria desde una «rue» parisina.

Saludé diplomáticos colombianos en la rue Saint-Honoré, sede de la embajada. Me atendieron displiscentes funcionarios que apenas prestaban las  yemas de sus dedos al dar la mano para notificar al intruso que su visita les estropeaba la siesta burocrática y que era bienvenido si me iba «très vite», o sea, más rápido que inmediatamente. 

Uno que otro colombiano que encontré en la calle “no me vió”. Seguramente pensó, con razón, que le tocaría invitarme a almorzar. 

Le presenté mis respetos en el Louvre a la Monalisa que me miró con su sonrisa de mujer infiel. Le di mi sentido pésame al “signore” Giocondo por los cuernos. 

Miré cómo el río Sena – escenario de la inauguración de los Olímpicos- se convierte en mar a medida que va haciendo camino al andar a bordo de sí mismo. Pero ni se me ocurrió intentar el suicidio en aguas con tanta leyenda. Sé por un grafito que el suicidio es peligroso para la salud.  Además, los suicidas siempre me han parecido egoístas a morir… Pienso exprimir hasta el tuétano el último segundo de la vida que me tocó en el reparto.

Saludé a Dios en su refugio de la catedral de Notre Dame donde me contaron que un solitario colombiano, Jairo Tobón, fallecido hace unos años,  hacía las veces de sacristán y tocaba las campanas con la gracia de un virtuoso del violín.

En Montparnasse me dejé sorprender y compartí unos francos con una polaca habilidosa cuyo arte consistía en siluetear velozmente el perfil de los viajeros  con un tijera sobre un papel que alguna vez fue página interior de un periódico de ayer. O de nunca. No conservo el retrato hablado en papel que me hizo madame y no tengo la inevitable foto con la tour Eiffel al fondo.  

Tampoco tengo una sola foto en París (salvo que el nonagenario Loco Gonzalo Castellanos o Fernando Posada, su camarógrafo, con quienes anduve por París, tengan alguna y me envíen copia pa’ chicaniar).

Dios guarde a Francia y a sus franchutes en estos días de los Juegos . (Nota pasada por el quirófano).

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