Por Carlos Alberto Ospina M.
Francisca Viveros Barradas, más conocida como Paquita la del Barrio, se queda corta con el epíteto de “Rata de dos patas” al momento de parodiar este roedor con las manos sucias y la falta de autonomía de varios congresistas.
Los electores no untados con la mermelada de la putrefacción ni manchados con las hojas de tamal que muchos tragaron a pesar de vender su voto al cacique de la región; arrastran décadas de decepción permanente a causa de la negligencia y el lamentable desempeño de la generalidad de licurgos; quienes adoptan posiciones de ventaja con arreglo al mejor postor y según el abanico de ofertas debajo de la mesa.
La rama del poder que aparentemente ejerce control político con respecto a la administración de Petro debería encarnar los intereses de los colombianos; no obstante, al presente observamos de qué manera carcome la confianza ciudadana a base de las solapadas mordidas, las obscenas negociaciones y el enriquecimiento ilícito. Dichas prácticas amorales son un patrón enquistado en el ADN del país.
Cuando un parlamentario designado para defender y garantizar la transparencia en el manejo de los recursos públicos traiciona a los seguidores, socava algo más que su reputación. El problema no es de menor cuantía, puesto que destruye la legitimidad de las instituciones democráticas, debilita el contrato social y propicia el impudor colectivo.
El truco bajo de ‘alcanzar distintos consensos’ busca disimular la actuación sombría y descarada de inventar sinfín de transacciones en provecho propio. En la actualidad, las alianzas entre parlamentarios y el gobierno no se celebran conforme a ideales compartidos ni para socorrer a los pobres. La artimaña consiste en favores directos, ganancias sustanciosas para empresas y personas cercanas; y maletas o sobres llenos de dinero que nunca aparecen en las respectivas declaraciones de renta acerca del sospechoso incremento del patrimonio de algunos.
¿Cuáles programas gubernamentales emergen de la mencionada letrina? Ese tipo de pacto desvirtúa la labor reglamentaria, compromete la integridad del Plan Nacional de Desarrollo, otorga cargos a los incompetentes, aumenta las redes clientelistas, debilita las capacidades del Estado y perpetúa la descomposición social. En consecuencia, la administración pública se convierte en un botín al servicio de los diferentes clanes mafiosos.
Un sistema que inclina la balanza en beneficio de unos cuantos corroe la función legal en proporción a las coimas que avalan el tráfico de influencias, la entrega de licitaciones o proyectos de infraestructura que en la mayoría de ocasiones llevan a carreteras mal construidas, hospitales inconclusos, escuelas cubiertas con paja, infinidad de elefantes blancos, cohecho y peculado por apropiación. A ciertos legisladores poco les importa el costo en vidas humanas y el descrédito de las instituciones.
Cada desfalco se traduce en un peso menos para arreglar los colegios, avanzar en el tratamiento de enfermos en fase terminal o conectar regiones olvidadas. El dinero malversado describe las oportunidades desperdiciadas con el fin de superar las inequidades y aliviar las condiciones adversas de millones de personas. En esencia, los congresistas deshonestos y podridos atentan contra al bienestar común.
La táctica de lo invisible, la contratación inflada, el desvío de fondos públicos, la entrega de información privilegiada, las ‘improvisadas coaliciones’; y los convenios nunca revelados, pero siempre sospechados, hacen que las ideologías pasen a un segundo plano en razón a que todo se reduce a un juego de dividendos particulares. En ese contexto, los senadores y los representantes a la Cámara dejan de interpretar las necesidades de la gente para volverse operadores políticos que responden al sistema de corrupción, lo que pone a la vista el desprecio absoluto por el futuro de la nación. ‘Al que le caiga el guante que se lo chante’, ¡Ratas de alcantarilla!
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