Que los cumpla feliz, señor Chaplin

Chaplin reencarnado en muñeco. A su lado mi abuelo Carlos Domínguez, quien se copio de su bigote. odg)

Por Óscar Domínguez G.

Unos van a la ceca. Los musulmanes prefieren La Meca. Un cristiano es capaz de quedarse sin un peso para pagar el bus de regreso a casa con tal de visitar Tierra Santa. Los hindúes añoran un duchazo en el Ganges. A otros les da por tirar piedra. En Londres, quise conocer la casa donde creció Charles Chaplin.

No me inmuté por conocer a ninguno de los jijuemil herederos a la corona británica; tampoco me desveló poner mi reloj con la hora del Big Ben que está con del Espíritu Santo, que a su vez está con la del reloj de arena de la eternidad. No busqué paradojas de Wilde en ningún pub. Ni los mismísimos Rolling Stones me habrían convencido de que los acompañara a alguna rumba con agua bendita.

Le quedé mal a más de un té a las cinco en punto de la tarde con la Reina Isabel. Aplacé mi visita al bohemio barrio de Soho. Dejé para después mi visita a (NO) gastar en el exclusivo Harrods, cerca de la embajada de Colombia. Nada de fotos en el 10 de Down Street con los guardias para descrestar exnovias de regreso al anonimato.

Mi ilusión era conocer la buhardilla del 3 Pownall Terrace, o el primer piso del 287 de Kennington Road, donde transcurrió la infancia de Chaplin, nacido el 16 de abril de 1899.

Es artículo de fe de somos la suma de las calles que hemos vivido. Y padecido. El barrio que amamos nos persigue como si fuera una huella digital adicional por si se extravía la del dedo. 

Ian, el rollizo y rosado taxista irlandés que nos dio la pésima noticia de que Kennington ya no existía, nos indemnizó con un apunte que «revaluaba» la teoría de otro Carlos británico, el naturalista Darwin: el hombre no desciende del mono, desciende del árbol donde se trepa el mono… 

Pero del ahogado el sombrero Derby que formó parte de la indumentaria de Charlie. No conocí la casa donde tomó tetero por primera vez, pero tuve la ocasión de saludar a esa leyenda apellidada Chaplin en su sancta sanctorum del humor en el MOMI, el museo de la imagen que tantas localidades ha agotado en Londres, la ciudad diez como una mujer perfecta. 

En el MOMI está todo el abecedario de la imagen desde cuando la mujer inventó el espejo – y su carnal la coquetería- mirándose accidentalmente a un lago donde buscaba lo que no se le había perdido: su eterno femenino. 

Y allí, en el MOMI, está Chaplin, tímido como un cartujo, pero demostrando la existencia de Dios a través de su espléndido humor que nada tiene de mudo: lleva el acompañamiento musical del estupor, las lágrimas y las risas que siempre ha producido su arte. Chaplin descubrió que entre la tristeza y la alegría no hay más distancia que una lágrima.

Leyendo «Mis primeros años», su autobiografía en la que no se permite ninguna licencia humorística pues es seria y elegante como un frac, sorprende saber que el mayor actor de la primera mitad del siglo XX, según la Asamblea Mundial Cinematográfica (1950), vivió en condición de pobreza absoluta. 

A él y a su hermano Sidney les tocó sobrevivir de la biografía de Hannah, su madre inmensa, de «expresión suave y ojos azul violeta», o del recuerdo de su padre, en quien Charlot (para los franceses) reconoció «una excelente voz de barítono». 

Quizá en esa temprana vida de privaciones está la explicación de la universalidad de su genio e ingenio. Esta dualidad la reflejó certeramente Chaplin en cintas como «Luces de la ciudad». 

Cuando vi en el MOMI sus pantalones baggy, sus zapatos grandes de vagabundo, el bastón de caña y «el bigote que no me ocultaba la expresión», y que luego copiarían millares de hombres en todo el mundo, -incluido mi abuelo Carlos Domínguez – concluí que si el hábito no hace al monje el traje hizo a Carlino, para los italianos. 

En su personaje expresó su concepto del «hombre corriente, de cualquier hombre, de mí mismo». 

Sicólogo del mundo, en su autobiografia revela la receta para ser un virtuoso en su oficio: «Haber tenido los ojos abiertos y la mente dispuesta para captar todos los hechos y sucesos utilizados en mi labor, y al mismo tiempo haber estudiado la naturaleza humana, pues sin su conocimiento habría sido imposible mi trabajo». 

Primero oí hablar de Chaplin y después devoré su autobiografía. Sólo después vi sus películas. Algo así como pasar del ateísmo a todos los dioses, de la anorexia a su antípoda la bulimia. Valió la pena la espera. 

Mientras miraba su traje en el MOMI donde lo ví actuar con Mabel Normand, o hacer piruetas en El Circo, junto a Merna Kennedy, hice mía la frase que le dedicó una dama a Groucho Marx, cuando se lo encontró: «Por favor, señor, no se muera». 

En esta cuarentena tan titina por amabilidad de covid-19, con motivo de su cumpleaños me regalaré de nuevo la lectura de la crónica de su encuentro con Picasso en el hotel Ritz, Place Vendôme, en el otoño de 1954. La escribió Enrique Amorim. La publicó la revista El Malpensante en febrero de 2016 para quienes deseen bajarla con horqueta de internet.

Carlitos nace en toda sonrisa. Vive en cada lágrima. Desplazó al Corazón de Jesús de la sala de mi casa y de mi pequeño estudio donde lo tengo hasta en un muñeco made in… China, sí, los que nos depararon el coronavirus.

No le quito más tiempo a su espléndida eternidad que empezó a disfrutar el 25 de diciembre de 1977 cuando murió en Corsier-surVevey, Suiza. (Esta nota, publicada originalmente en El Colombiano, fue sometida a labores de latonería y pintura).

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