Por Darío Jaramillo Agudelo
Luis Miguel Rivas, Malabarista nervioso (Seix Barral).- Creo que una de las cosas más difíciles es escribir un cuento en el que haya algo nuevo, algo que ignoremos, del mundo de los fantasmas. Sabemos muy poco de ellos. “Los fantasmas son discretos y saben guardar secretos”, dice un dicho de Fantasmópolis que cito por primera vez. Me pasé un poco más de siete años dedicado a la fantasmología, reuní mucho material sobre estos inmateriales seres y disfruté siempre, y mucho más cuando encontraba algo nuevo que agregar a mi manual. Ese manual lo editó Manuel con el título de Indagación sobre los fantasmas. Fin de la autocita. |
Adonde quiero llegar es que, ya después de editada mi Indagación, es la primera vez que encuentro algo nuevo, distinto, original, agudo, inteligente y etcétera sobre esos seres que son casi seres y casi nada. Estoy hablando de Malabarista nervioso del colombiano Luis Miguel Rivas (1969), una magnífica colección de cuentos que comienza con “Fantasma sin énfasis”, donde narra la historia de un fantasma concreto, el profesor de filosofía Baldomero González, quien, “abstraído del mundo, pasó de la vida a la muerte sin notar cambios relevantes, salvo el incómodo desgarramiento del alma al salir del cuerpo, y una vez en el nivel etéreo retomó sus estudios en el punto en que los había interrumpido sin percatarse de las condiciones de su nueva realidad e indiferente a la calidad de nuevos compañeros. Los demás fantasmas tampoco le prestaron mucha atención, dada su apocada presencia, limitándose a ofrecerle un desmañado saludo de bienvenida para continuar con la custodia de sus respectivos secretos y tesoros, la expiación de sus culpas y el arrastrar de sus cadenas invisibles”. Un buen día, el profesor González estaba ocupado espiando una reunión que habían convocado los fantasmas de la casa donde vivía, y andaba en esas cuando “empezó a oír un murmullo de risitas burlonas a sus espaldas. Al girar se encontró con un corrillo de presencias transparentes, de una invisibilidad mucho más sutil que la de los demás habitantes de la casa, que cuchicheaban entre ellas y lo miraban con sorna. Reconoció a varios espectros de los que había oído hablar o sobre los que había leído, pero a los que nunca había visto en persona: Fernando de Espronceda, suicidado en la buhardilla en 1867; la princesa Jacinta de Arteaga, muerta de pena moral después de la decapitación de su prometido en 1794; Arturo Villanueva, próspero comerciante, atacado repentinamente por una inexplicable melancolía que lo llevó a la muerte en 1876, otros dos seres sin señales particulares, de los que nunca había tenido noticias. El desprecio con que lo miraron no excluía, sin embargo, cierta sonrisa de complicidad, y en ese gesto Baldomero comprendió su nueva condición: habían entrado en un segundo nivel de la inmaterialidad, el mundo de los fantasmas de los fantasmas”. ¡El mundo de los fantasmas de los fantasmas! ¡Ese es el gran descubrimiento de Rivas! Un nivel en que el fantasma de fantasmas puede asustar a los simples fantasmas. Y ahí no se detiene el proceso: pocos días después de esa primera revelación, en cierto momento “miró hacia el techo y vio flotar, ceñidas a las viejas barandas de madera, un grupo de siluetas traslúcidas, detectables apenas por las ondas de aire que desplazaban al moverse. Bajaron haciendo círculos y lo rodearon hasta confundirlo en su aura imperceptible. En ese extraño ritual reconoció la bienvenida a un tercer nivel de insustancialidad (…). Después del mundo de los fantasmas de los fantasmas de los fantasmas habitó en el de los fantasmas de los fantasmas de los fantasmas de los fantasmas y por esa vía continuó desdibujándose sin pausa hasta llegar a un estado tan de imperceptibilidad que incluso dejó de ser percibido por la mujer de la habitación” (una fantasma que llegó un día a su cuarto y, para su desazón, no volvió a salir de allí). Hasta donde conozco, para el animal humano, dado al binarismo, también su relación con los fantasmas era binaria; tan simple como que nos dividimos en vivos y muertos. El aporte de Rivas omite esa elementalidad blanco/negro de la razón, de la sinrazón humana. Se trata más bien de una cadena que, observada hacia más allá de la muerte, en el espacio sin espacio, en el tiempo detenido en eterna eternidad, se puede hablar de los fantasmas, y de los fantasmas de los fantasmas, y de los fantasmas de los fantasmas de los fantasmas, y así, interminablemente. Contado según lo percibió Baldomero González: “había muerto de manera contundente. La cantidad de abulia y desgano concentrados en su espíritu eran de tal peso y consistencia que al liberarse de los amarres del cuerpo (…) removió los cimientos del mundo espiritual. Baldomero vio entrar en el mundo etéreo a la recién nacida fantasma y no le fue difícil prever que esa poderosa corriente de desaliento pasaría pronto al segundo nivel de invisibilidad y luego a la instancia de los fantasmas de los fantasmas y seguiría desvaneciéndose hasta que al cabo de quién sabe cuánto tiempo llegaría al nivel de las ideas apenas intuidas, de los suspiros, donde él se mantenía sin disolverse”. Malabarista nervioso es un libro de cuentos, exactamente de nueve cuentos. Y hasta ahora sólo me he referido al primero porque me apabulla el aporte de Rivas a la fantasmología. Y por apabullado, no he dicho lo principal. Que fiel a la brillante trayectoria de prosista de Rivas, este también es un excelente libro que, además, descubre vetas nuevas en su creación. Ya en Gozar Leyendo salieron comentarios sobre sus libros anteriores. En Gozar Leyendo# 12 (para ver espiche aquí) a propósito de Tareas no hechas decía que “Rivas posee una de las plumas narrativas más interesantes que hay hoy en Colombia”. En Gozar Leyendo # 27 (para ver espiche aquí) escribí que “lo principal en ¿Nos vamos a ir como estamos pasando de bueno? es el estilo. El dominio de la prosa que trasunta la conversación, el ritmo de la narración, el sentido del humor; todas esas son cualidades que posee la escritura de Rivas”. En Gozar Leyendo # 79 (para ver espiche aquí) comencé refiriéndome a la escritura de Rivas: “su prosa está bendecida por una gracia especial, por un poder de encantamiento con el que embarca al lector y lo lleva a la última página, aunque el lector desee que dure más, aunque el lector quiera seguir ahí montado”. Lo principal es que todos esos juicios sobre su manera de escribir se confirman, todavía con más gracias, con la lectura de Malabarista nervioso. “La sonrisa de nuestra señora”, el segundo cuento de este libro, cuenta la historia de Ramiro Tuberquia, un tipo bastante travieso que inventa un milagro grabando una silueta de la Virgen María en una arepa y haciendo pasar la cosa como un milagro, con el interés de cobrar la entrada a la gente que quiera ver la arepa. El sentido del ridículo, el sentido de la crítica social, el sentido del humor, el sentido del ritmo narrativo, el sentido para captar el sinsentido, he aquí los cinco sentidos de Rivas para describir personajes y contar las cosas y que se manifiestan en todo el libro. Rivas ha contado antes la vida de vecindarios o de personajes que están cerca de las bandas mafiosas. Aquí aparece con la historia de Cristóbal, un matón súper duro que no le teme a nadie y que quiere trabajar con el jefe de todos los jefes después de haber sido el brazo armado, el asesino de cabecera, de un jefe paramilitar, de un jefe guerrillero y de varias cabezas de bandas traficantes de armas y de cocaína. Cristóbal se va a buscar a ese súper jefe y en la fiesta donde espera encontrarlo saluda a una vieja amiga que está con su hermoso niño de cuatro años, “una porcelana recién pulida, los bucles pintados por un artista, la carita redonda y angelical, la mirada pura, y el cuerpecito rechoncho de una de esas figuras que orinan agua en las fuentes del parque”. En cierto momento, Cristóbal queda a solas con el niño, que tiene un palo en las manos. Y, si antes nunca fue Troya, ahora sí lo es. Lo inesperado es que el niño la emprende a golpes contra el gigantón y… mejor lo dejo aquí. Sí, ahí lo dejo para contarles que en el siguiente, “El muerto sigue bien”, uno de los cuentos más largos de este breve volumen, vuelve a enunciar la nada desechable teoría de los fantasmas de los fantasmas. Luego hay una narración salsómana, en donde habla de “la suficiencia de un intelectual universitario de bar del centro” y la protagonista se enamora de un tipo “más feo que un carro por debajo” y otra sobre un hotel automatizado y una más pospandemia, después de veinte años de confinamiento y no acabo de referirme a todos los cuentos de este magnífico libro escrito, qué duda cabe, para gozar leyendo. |
Orlando Mondragón, Cuadernos de patología humana (Visor).-Orlando Mondragón (Ciudad Altamirano, México, 1993) ganó con este libro el Premio Loewe de poesía. Mondragón es médico de profesión y el dato es especialmente relevante al leer este libro que sin dramatismo, sin signos de admiración, sin atropellos emocionales, se refiere al ejercicio médico y cuenta a veces historias terribles con una calma que se le pide al médico y que, a la vez, resulta el tono perfecto para convertirlas en magníficos poemas: |
X Escribo para que el tiempo realice el inventario de los hechos. 24 de octubre. Tengo un niño que nació muerto en mis brazos. La madre no quiere cargarlo. ¿Dónde lo pongo? Cuadernos de patología humana se desarrolla con un contrapunto entre poemas en verso y poemas en prosa titulados “Suturas”; estas suturas siempre se refieren a los colores, asunto en que el poema y la descripción clínica tienen un punto de cruce: SUTURASPrefiero el azul que el rojo. Me gusta su descanso, su pausa fría. En la sala de operaciones se utiliza el azul para contrastar y que el cirujano no se distraiga del rojo que más importa: el de las vísceras. Los uniformes quirúrgicos, los cubrebocas y las sábanas buscan darle su lugar al rojo. Para no apartar la mirada ante el cuerpo herido. Para no perder los matices de la carne. Ese tono falsamente declaratorio, en apariencia solo descriptivo, logra una emoción contenida propia de los buenos poemas. Mondragón muestra aquí un oficio y un talento excepcionales: XXIV No siento nada cuando lo empujo fuera de la eternidad. Las aguas suspendidas se escurren a mis pies. ¿Qué significa estar así de anestesiado? Lo acuesto en la cuna radiante. Seco su recién cuerpo y llora. Solo sabe llorar. Aún no ha desarrollado la enfermedad del lenguaje. Lo cargo en brazos y se lo enseño a la madre. Antes de devolverlo a la cuna siento su peso. Tres kilos doscientos gramos de historia. Brazos y dedos completos. Una nariz, dos ojos. Orejas permeables. Un corazón en blanco. IV Desechar jeringas, guantes y errores. Acomodar los rostros en bolsas de basura para no llevarlos conmigo a casa. Miro alrededor. Todo me cerca. Llevo por dentro habitaciones repletas, donde alguien camina arrastrando los pies. Finísimas agujas atraviesan el aire, bolsas de suero cuelgan como ubres. ¿En qué ojos buscar una gota para la sed? ¿Dónde humedecer una gasa para sorber desesperado? El tiempo gira, loco, sobre sí mismo. El tiempo que me deja. ¿Qué palabra decir entonces? ¿Qué consuelo queda para nadie si la vida nos hace desafiarla en su juego y al mismo tiempo no admite ningún sobreviviente? VI Toda la vida que tiene mi enfermo se cuenta en dieciséis respiraciones por minuto. Ha firmado un papel que me obliga a desconectarlo. Mi dedo es el verdugo que silencia los monitores. El pecho se sacude un poco. Solo eso. |
DiccionadarioUn escritor es “alguien que tiene problemas con las palabras, alguien que convirtió a las palabras en su problema” María Teresa Andruetto. Tomado de Diccionadario (Pre-Textos): Chánchester: ciudad de los chanchos. Babastecimiento: suministro de saliva. Suertilegio: invocación que trae suerte. |