Por Jaime Burgos Martínez*
La Constitución Política de 1886 consagraba, desde el Acto Legislativo 1 de 1945, que el procurador general de la nación era elegido por la Cámara de Representantes, de terna enviada por el presidente de la República, para un período de cuatro años, pues el ministerio público se ejercía bajo la suprema dirección del Gobierno nacional, lo que evidenciaba una estrecha relación del funcionario con el poder Ejecutivo.
Y, tiempo después, en 1991, llegó con vientos de cambio la actual Constitución Política, en que se estableció que la Procuraduría General de la Nación es el máximo organismo del ministerio público, con autonomía administrativa, financiera y presupuestal, que ejerce sus funciones bajo la suprema dirección del procurador general de la nación, elegido por el Senado de la República, de tres candidatos propuestos por el presidente de la república, la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado.
La idea del Constituyente de 1991 fue la de acabar con la naturaleza de apéndice de la Procuraduría General de la Nación (PGN) del Poder Ejecutivo; y, por ello, el artículo 117 de la Constitución Política (CP) les dio la condición de órganos de control al ministerio público y a la Contraloría General de la República, con el fin de que tuvieran autonomía e independencia, ajenos a las ramas del poder público.
Sin embargo, en la práctica, esa calificación se diluye y no representa a la Procuraduría, particularmente, una connotación especial, de superioridad en la estructura del Estado, puesto que la Corte Constitucional determinó, en sentencia C-244 de 30 de mayo de 1996, «a pesar de ser un organismo de control, independiente y autónomo, es de carácter administrativo»; entonces, ¿para qué organismo de control, si está al mismo nivel de cualquier entidad administrativa y expuesto al tráfico de influencias de las tres ramas del poder público?
De ahí que siempre he considerado que la Procuraduría General de la Nación tiene que ser, a pesar de su índole administrativa, una institución seria y respetada y con mucha credibilidad, y no con el absoluto desprestigio en que ha caído en el último decenio; y, además, se ha convertido ―como es la comidilla en su interior y por fuera― en el traspatio y el escampadero de muchos ex de todos los pelajesen materia burocrática y contractual, cuyos aportes al cabal ejercicio de sus funciones y logro de sus fines son nulos. ¡Es increíble que haya más de un millar de inútiles e inservibles contratos de prestación de servicios!, según denuncias del sindicato, cuando los que había en el pasado, si acaso, eran contados con los dedos de la mano. ¿Pago de favores políticos? Entonces, cabe preguntarse, ¿qué sucede cuándo la sal se corrompe?
La tarea que le espera al entrante procurador, de encauzar una entidad por la buena marcha y de recuperar su estima pública, es asunto difícil de lograr con todos los compromisos adquiridos para su elección, con el presidente de la república y los senadores, como fue testigo la ciudadanía en el proceso de elección; si quiere hacer algo bueno debe sacudirse y poner distancia a sus «nuevos amigos políticos», porque, de lo contrario, pasará deslucido a la historia, ¡sin pena ni gloria! Tenga presente, señor Procurador, que la corrupción no es de las entidades, sino de los seres humanos que las regentan y dirigen. Acuérdese que «el precio de la grandeza es la responsabilidad», como decía Winston Churchill.
La imagen reciente que, desgraciadamente, hoy tiene el país de usted, señor Procurador, es su acto de posesión simbólica, de carácter primitivista o populista, arropado y liderado ventajosamente por el Gobierno nacional, y pobre de solemnidad y respeto, en perjuicio del cargo de procurador general de la nación; y, por supuesto, de la institución. ¡Qué equivocación!
A usted, señor Procurador, de manera respetuosa le sugiero, como colofón de estas reflexiones, debería asumir el cargo con autoridad y carácter e independencia para que le demuestre a la sociedad colombiana que ahora sí existe un procurador general de la nación, auténtico supremo director del ministerio público que defenderá con ahínco e imparcialidad los derechos humanos, la protección del interés público y la vigilancia de la conducta oficial de quienes desempeñan funciones públicas, en las que ha aumentado ostensiblemente su práctica irregular, sin que ninguna autoridad aplique una férrea censura.
Dice el proverbio árabe: «Quien quiera hacer algo encuentra un medio; quien no lo quiere hacer, una excusa».
*Jaime Burgos Martínez
Abogado, especialista en derechos administrativo y disciplinario.
Bogotá, D. C., diciembre de 2024
Brillante esa columna. Que distinto funcionaría la administración pública, si los organismos de control del país ejercieran sus funciones según los criterios expuestos en este artículo.