Por Carlos Alberto Ospina M.
“Hijo, pare la escoba detrás de la puerta de la cocina a ver si se va la visita”. La solicitud se movía entre la superstición, el mito urbano y el deseo profundo de despachar la persona que llegó sin avisar. Por el contrario, la presencia de la tía bonachona que traía pasteles de Gloria rellenos de arequipe y guayaba, suscitaba la hilera de boquiabiertos en espera de la repartición del manjar.
“¡Ah, no mija, usted solo hace visita de médico! ¿Cuándo vuelve?”. A lo que respondía la esposa del tío: “un día de estos, querida”. Al unísono, los pequeños espectadores volteaban las caras embadurnadas de dulce y ripio de hojaldre con cierta sensación de zozobra a manera de runrún,“¿será que se demora en regresar?”
A diferencia de otros parientes, Ana Tulia, olía a jazmín y canela. Aunque se peinaba con aguapanela su cabellera brillaba como los rayos del sol, los ojos tiernos acompasaban las palabras y las manos bailaban al son de las redundantes historias, de vez en cuando, atiborradas de inverosímiles detalles. Ella sabía repartir cariño por igual, al mismo tiempo que tenía la habilidad de manejarse bien con todos.
“¡Nadie va a contestar el teléfono!”, gritaba la mamá desde el cuarto.
“Es el amigo de papá que vive en Barranquilla que quiere hablar con usted”, de dientes afuera exclamaba la hija mayor. Al parecer, la primogénita conocía el fondo de la repentina llamada. El personaje en mención se dejaba ver siempre que precisaba salir de un apuro.
“¿Comadre, me puede hacer el favor de recibir a mi muchacho por dos semanas en su casa, mientras le consigo un apartamento allí?”. Para no darse contra las paredes con semejante petición, el ‘sí’ fue casi un imperceptible murmullo que con el pasar de los días se transformó en desesperación. Los pies podridos del costeño, Joby, provocaban vómito y creativas formas para ocultar el nauseabundo tufo por medio de fungicidas, aerosoles y cuanto menjurje hubiera a la mano.
Agotados los recursos y puesta a prueba la paciencia, alguien dijo “¡paren la escoba detrás de la puerta para que se vaya!” Cada armazón de madera o hierro tuvo la respectiva barredera en espera de arrastrar hacia afuera la interminable y fétida visita. En ocasiones, la escoba fue el arma contundente para darle en la cabeza a Joby, bajo la causa simulada de matar una cucaracha en el momento que se quitaba las medias. La suerte adversa finalizó a los seis meses, echando a escobazos hasta los fermentados zapatos que dejó olvidados en un rincón del clóset.
A la buena gente no se le pone la escoba en posición invertida. En cambio, hay visitas que huelen maluco a los pocos minutos de estar en casa. Así se escriben algunas historias.