Otro agosto sin Otto Morales

Foto Bronces de Otto Morales y Barba Jacob en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín (odg)

Por Óscar Domínguez Giraldo

En Colombia todo el mundo es doctor mientras no se demuestre lo contrario, dice el viejo cliché atribuido al caldense Alzate Avendaño. Todos los días, millares de doctores salen a trabajar. Solo uno de ellos cumplía años el 7 agosto (Riosucio, 1920), era paisano de Alzate, más que el rótulo de doctor se merecía el Don, con mayúscula, para reivindicar ese perratiado título. 

Y  como vivía en eterno período de prueba, todos los días cumplía años. Los celebraba camellando. Y carcajeándose, su dieta para no envejecer.

Activista del signo leo como Mata Hari, Madonna, Fidel Castro, Napoleón, Goethe, los expresidentes Bill Clinton, Chávez, Samper, Pastrana, y el presidente Santos, se despertaba y diez segundos después concluía que “cada amanecer es jubiloso. Es el comienzo del asombro”.

Era consumidor empedernido de chontaduro de Ríosucio, el “viagra natural” como lo denominaba. 

No consumía horóscopos pero conocía la letra menuda de quienes nacieron bajo esa jurisdicción zodiacal: “Mi signo me da fuerza y confianza en la existencia. Los especialistas en horóscopos dicen que favorece el ímpetu en múltiples aspectos. Pero la realidad es que el signo es, ante todo, la actitud que uno escoja ante la vida”.

Quiso utilizar ese ímpetu para ser presidente. Pero los colombianos lo querían tanto que se aguantaron las ganas de elegirlo.

Curado de espantos y de vanidades, él mismo solía responder al teléfono de su casa. Aunque en la mañana era común oír esta respuesta de su empleada: “El doctor salió para la oficina”. 

Por patriótica puntería de papá Olympo y mamá Luisa, Don Otto, inauguró su estruendosa carcajada un 7 de agosto del año 20 en la tierra natal del Diablo, Riosucio, Caldas. Con Batalla de Boyacá en su hoja debida, era fácil  anticipar que sería historiador, uno de sus múltiples destinos intelectuales.

Reconocía un déficit espiritual: no conoció a sus abuelos. Superó ese vacío  ennieteciendo con todos los juguetes. “Abuelo que no dé lora, no sirve”, pontificó Don Otto, quien en una época invitó a dos de sus nietas, Luisa y Daniela,  a vivir con él. Lo amaban a distancia, via Skype, desde Suecia, María Adelaida y Pedro Alejandro.

Su taita le inoculó el virus de la política. La madre, parienta de Barba Jacob, le regaló la literatura. A estos dos maestros  se sumarían después López Pumarejo, Lleras Camargo y Lleras Restrepo que se lo peleaban para que les respirara en la nuca con sus luces. 

Otro ex, López Michelsen”, lo graduó de “Belisario negro”. Los oradores y pensadores grecocaldenses le encimaron sustantivos, adjetivos y verbos que enriquecían su prosa de lúcido ensayista, su género preferido para desentrañar el mundo.

“Del primer apellido recibí el sentido de los deberes públicos y sociales. Del segundo, cierto sonreído humor y la devoción por la cultura”, me dijo una vez en su sancta sanctorum de la torre Colpatria, desde donde contemplaba, té Lipton en mano, el cerro de Monserrate.

Papá Olimpo, en cuya maleta de viajero llegaban libros y más libros, muchos de ellos felizmente satanizados (y promocionados) por el Índice pontificio de los prohibidos,  le sugirió cuidarse de tres achaques mortales: el juego, la minería y la empleomanía.

No se reía, se carcajeaba de una vez.  Era su forma de notificar “urbi et orbi” que fue feliz con la vida que le figuró en su libreto, que repetiría al pie de la letra. Definió así su carcajada: En mi caso, es la alegría, libre, espontánea, frente a mil variantes circunstanciales de la vida. Es, igualmente, una defensa contra la solemne trascendentalidad.

“No tengo quejas de la ternura”, notificaba a manera de resumen de su viaje a su personal Ítaca 

Todos los días llegaba a su oficina del piso 19 con arrestos de primíparo, como si tuviera embolatado el almuerzo. O como si estrenara título de abogado de la Universidad Pontifica Bolivariana, de Medellín. 

Antes de salir a sudar los garbanzos, practicaba en casa, al amparo de un árbol centenario que crece desde los tiempos de Murillo Toro, la disciplina de leer en el periódico lo ocurrido hace 50 o 25 años. Con frecuencia se encontraba entre los protagonistas de esa historia sobre la que escribió ensayos mil en su Olivetti Lettera 22, personaje central en su desordenada biblioteca. 

“El desorden de una biblioteca, nace de su uso. Las otras, están bien clasificadas porque no hay zozobras mentales”.

Sacó tiempo para dedicarle un pequeño poema en prosa al árbol-vigía: “El inmenso árbol que custodia mi casa, canta con el viento. Es una melodía dulce que me revive, a cada minuto, cómo es el milagro de la tierra”. Expertos han examinado el viejo árbol: no figura en la agenda del arbusto caer sobre la propiedad de Don Otto quien murió de pie, “con todas las luces encendidas”, como su guardaespaldas de madera.

En sus lecturas matinales de los últimos años incluía los obituarios del periódico. Esa extraña gimnasia cotidiana que le garantizaba cierta inmortalidad, la compartía con García Márquez y con Belisario Betancur, con quien no tenía intereses sino secretos, como se estila entre amigos de  vieja data. 

Esa complicidad lo llevó a cargarle la maleta en su gobierno, como asesor de paz. Los enemigos agazapados de ella (“son los que la gente no piensa”, decía  en forma evasiva) lo obligaron a tirar la toalla y a volver a los códigos, la lectura, la escritura. 

Del hábito de leer obituarios nació el mote de “mi fúnebre amigo” que le afrijoló  Betancur, su antípoda ideológico, y cómplice de audacias estudiantiles, políticas y otras más terrestres, vividas en el anillo etílico-erótico del  Medellín de sus años tiernos: Lovaina, Guayaquil e intermedias. Completaba el terceto bohemio el escultor Rodrigo Arenas Betancur quien le hizo un busto que nunca pudo sacar de la Biblioteca Piloto, de Medellín. Arenas le regaló entonces un Cristo-escultura que presidía su despacho. 

A Don Otto, como le decían sus colegas de las Academias, no lo preocupaba la muerte “porque amo la eternidad”. Confesaba que debía su eterna juventud (“juventud acumulada”, la bautizó su amigo el mosquetero mayor, Jaime Posada), a que “nunca pienso en la muerte”. Tampoco pensó en su epitafio: “No lo tengo. Sueño en la eternidad”.

A su cómodo despacho llegaba despacio y con buena letra, a bordo de su trinidad bendita sartorial: sombrero Barbisio, paraguas y chaleco. Así lo retrató Moreno Clavijo en certera caricatura. Con ese terno salía a caminar los domingos en la ciclovía próxima a su casa. “¿Señor, donde compró esa sudadera?”, se mofaron una vez sorprendidos marchantes.

Ese exótico terno para un vástago de Riosucio, lo graduó de  bogoteño. Sin renunciar al rótulo de provinciano.

En su refugio de abogado, mandaba a su gente con ternura de abuelo. Llegaba y de una empezaba a mirar papeles, monitoreado por un busto que le hizo el maestro César Gustavo García. 

De pronto le imploraba a su secretaria pastusa, una todera ejemplar: “Rocío, por favor, llámeme al doctor Olympo”. Se refería a su hijo y colega abogado, curador del Museo que lleva el nombre de su ilustre taita. Olimpo comparte tareas en el Museo con su hermana la antropóloga Adela. Daniel, el tercer hijo del dueto Otto-Livia, su fallecida musa, madrugó a confundirse con la eternidad en París un día que Dios tomó compensatorio. 

“He sido feliz con mis hijos y mis nietos. Ambos enriquecen mi vida. Me dan más de lo que les entrego”.

Desde siempre, Don Otto se agachaba y se le caía un libro. “No se me cae un libro sino una multitud: los que compro y los que escribo”. Disfrutaba más buscando un adjetivo que destapando la mejor champaña.

Al momento de su muerte, el prolífico exministro de trabajo y agricultura había pasado del centenar de libros.  Cuarenta más andan en busca de editor. Semanas antes de agarrar el sombrero para volverse eternidad, presentó cuatro libros en la sociedad santanderista que presidía el historiador Eduardo Durán. Don Otto improvisó 50 minutos sin trastabillar, contó Durán. Alllí estaba otro viejo amigo del dr. Otto: Antonio Cacua Prada que tiene una obra en quince volúmennos sobre su amigo de “zozobras mentales”.

Recuerdo otra pieza fúnebre formidable que improvisó en las exequias del Jaime Sanín Echeverri. (El que tenga la grabación favor compartirla).

Al hombre que escribía y discurseaba desde los 13 años, le quedó faltando un libro por escribir: “Mis memorias de la infancia que fue dulce y alegre”. Esa obra  podría llamarse la alegría de vivir. 

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