Otraparte. Patas de gallina

Un plato de patas de gallina con arroz y plátano. Foto You Tube

Por Óscar Domínguez Giraldo

De pronto sigo con el rabillo del ojo el programa de televisión MasterChef. Digo con el rabillo porque no tengo ningún interés en mejorar mi prontuario culinario. No me dejo ver de un brócoli. Cero ensaladas. Pocón de sopa. Tengo buche de mendigo. Me entra de todo.  Confundo el caviar con un policía acostado.  Y aquí voy, “burla burlando”.

En una de esas miradas fugaces a MasterChef me encontré con tremenda sorpresa: la reivindicación de una  proletaria presa de mi niñez: la pata de gallina. No tengo nada contra las alharaquientas gumarras, pacíficas aves de tacaño vuelo, pero detesto las patas, así sean ricas en colágeno. Cuando había visita de dedo parado  en las casas, las gallinas se confesaban y comulgaban. Sabían que alguna de ellas terminaría ese día su cacareo.

Ojalá otras viandas que me acompañan en mi tránsito por este peladero terrestre tengan una segunda oportunidad en el programa. Me refiero al huevo con arroz o al arroz con huevo. El que suelo prepararme les haría chupar hasta los dedos de los pies a los tres mosqueteros del jurado que hacen una labor docente del carajo.

Las migas son otra ricura. En la receta casera, las migas están hechas con arepas dejadas del tren como las solteras prolongadas, huevo y cebolla. El municipio pone la energía o el gas. Usted aporta las ganas. La exprimera dama, doña Lina Moreno de Uribe, antropóloga, levita con ellas. Se pueden pedir en el restaurante La Bagatelle, de Bogotá. Prefiero la receta de mi madre.

Espera reivindicación la modesta carne en polvo o molida. Tampoco le ha llegado el turno a su graciosa majestad el calentado. Restaurantes de hartos trinchetes lo incluyeron en su menú hace tiempos. Lo encuentran en el bogotano Club El Nogal.  Recomiendo el calentado que preparan en las plazas de mercado con caldo de costilla o de pescado que te miran a los ojos.

El viejo y la gallina con las patas todavía en su sitio. (Foto del manizaleño Joaquín Villegas, Belmondo,  quien ya no nos acompaña)

Las migas son otra delicia. En la receta casera las migas están hechas con arepas dejadas del tren como las solteras prolongadas, huevo y cebolla. El municipio pone la energía o el gas, y uno aporta las ganas. La exprimera dama, doña Lina Moreno de Uribe, antropóloga, levita con ellas. Se pueden pedir en el restaurante La Bagatelle, de Bogotá, sin que lo miren maluco. De lejos, prefiero la receta de mi madre.

Cojea pero no llega la reivindicación  de la proletaria carne en polvo o molida. Tampoco le ha llegado el turno a su graciosa majestad el calentado hecho con restos de diversas viandas. Varios restaurantes de dedo parado ya la incluyen en su menú. Lo ofrecen en el Club El Nogal Recomiendo el que preparan en plazas de mercado con caldo de costilla o pescado que lo miran a uno fijamente a los ojos.

Pero nada que explico mi aversión por la pata. Cuando las madres daban a luz, en la dieta de cuarenta días se les iba la mano en gallina dizque para revitalizarlas. Nada de eso tiene justificación científica, me dice un médico amigo. De milagro nos criamos.  A mí me tocaba  la pata que tenía que engullirme “porque comida se le da, ganas no, mijo”. Lo curioso del caso es que mis demás hermanos alegan que también a ellos les daban la pata. ¿Qué clase de aves fabulosas eran esas?

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