Por Óscar Domínguez G.
Suelo deshacer pasos visitando lugares que me son caros. Uno de ellos es Montebello, mi terruño, bellamente feo, faldudo y frío. En más de cien años de historia solo lo ha visitado un presidente en ejercicio: Iván Duque Márquez. Se me alborotó el lagarto que me habita y decidí escribirle unas líneas de agradecimiento:
Presidente Duque, salud.
Usted no sabe quién soy yo pero su padre, Iván Duque Escobar, sí me distinguía desde cuando era gerente del Inscredial. Tampoco voy a cañar con que “me distinguió con su amistad” como decimos los lagartos. De pronto me rectifica desde el edén de los turbayistas donde disfruta su baño turco de eternidad.
El doctor Duque Escobar pertenecía a la primera línea del turbayismo. En el cuatrienio del Polvorete este aplastateclas era reportero político.
“Evidentemente y de análoga manera”, fueron muchísimos los discursos que me tocó oírle al presidente Turbay cuya campaña cubrí. Casi se me dala el estilo de tanto oírlo. (También me tocó sobrevivir a los poemas de su segunda esposa, doña Amparo).
A su padre siempre sonriente, amable, elegante, con pinta de historiador-playboy, me lo encontraba en la Casa de Antioquia. Gorreamos aguardiente y nos engullimos empanadas de iglesia huérfanas de carne.
¿Y esté tipo, qué, viejo?, se preguntará usted, presidente Duque. La idea de estas líneas es agradecerle que se hubiera convertido en el primer presidente en ejercicio que visita mi centenario pueblo, Montebello, de unos nueve mil habitantes de los casi ocho mil millones que tiene la aldea global.
Cuando me enteré de que visitaría Montebello pocos meses después de asumir el mando, me dije a mi mismo: “Mimismo, agarrás el primer bus y te vas a esa reunión de alcaldes del suroeste”.
Al fin y al cabo, mi abuelo materno, Lubín Antonio Giraldo López, fue presidente del concejo municipal en varios períodos. Tanto a él como a mi padre, liberales oficialistas de toda la vida, les tocó salir como volador sin palo del terruño por su condición de cachiporros. Somos de la diáspora.
Además de agradecerle la visita y el hecho de poner los reflectores sobre mi pueblo, quería estrecharle los cincos claveles como dicen en Gómez Plata, el terruño de su taita, pero había muchos Valencia Cossio en el callejón. Regresé a mi cambuche con mis dedos vírgenes de presidente.
Me pegué al almuerzo que le ofrecieron al blancaje que vino de Bogotá, visité la casa donde “a temprana edad” nació un bello niño llamado Óscar Augusto, me hice una selfi con el fondo de la iglesia donde me bautizaron y compré los mejores aguacates del país que se dan allí.
Ese día usted dijo que si lo hacía bien como presidente aspiraba a ser nombrado alcalde honorario de alguna ciudad. De niño, yo quería crecer rápido para ser alcalde de la Ciudad de Hierro. No sé si ya la nombraron. Yo sigo soñando con mi alcaldía aunque mi padre me quería ver de alcalde del terruño…