Por Óscar Domínguez G.
Dos veces estuve cerca de Fernando Botero: en un coctel con motivo de una donación de sus pluscuamperfectas obesas en Bogotá, y el pasado jueves 28 en la misa de dos yemas concelebrada en esa gorda de Botero de la arquitectura que es la Catedral Metropolitana de Medellín que tiene un millón ciento veinticinco mil ladrillos y no pocos fantasmas.
Con media plaza llena, el féretro salió y entró en hombros del respetable que vitoreó al frustrado torero que se ganó la inmortalidad con sus anoréxicos pinceles. No le tocó arzobispo de Medellín, Monseñor Ricardo Tobón, que andaba en Roma hablando de teologías. Lo remplazó el obispo auxiliar, Mauricio Vélez, quien se echó la homilía de su vida. De pronto allí está el embrión de su futuro cardenalato.
No tengo ninguna obra del maestro, nunca me invitó a Pietra Santa, no tomé aguardiente ni escuché bambucos con él, jamás lo entrevisté, tampoco tengo selfis con él pero le coroné foto con mi esposa en el coctel mencionado.
He tocado la gorda de Botero del parque de Berrío porque trae suerte. El dinero que pedí cojea pero no llega. Mi padre y un cuñado estudiaron en el mismo colegio de Botero, en Marinilla. Un amigo taxista-cronista de Itagüí, Ramiro Gómez, se jacta de que ha tenido mucho que ver con Botero. Le sucede cuando algún pasajero le dice: Lléveme a la Plaza Botero.
A lo largo de los años he padecido los inconvenientes de esa gorda de Botero de la economía que es la inflación. No es culpa suya. (“Con todo respeto, Fernando Botero fue un gran pintor de brocha gorda”, dice un festivo poeta y profesor de literatura de cuyo nombre no voy a acordarme para que no lo echen).
La dimensión del Fernando Botero paisa completa
Frecuenté algunos de los sitios no santos que lo inspiraron. Como Lovaina, una zona de tolerancia donde “todas las clases sociales perdían las fronteras en una especie de eterno carnaval”. Sostenía Botero. Era el último sitio al que llamaban las esposas cuando sus maridos se esfumaban. En Lovaina terminaba la ilusión de quedar viudas.
En la pintura de una de esas casas de mujeres alegres el maestro incluyó un gato sobre el cual discutieron en edificante programa para la Emisora de la Tadeo, su director Bernardo Hoyos y el poeta Mario Rivero.
Bernardino aseguraba que el gato se aburría en casa de su amiga Marta Pintuco y Rivero alegaba que el felino vegetaba donde las mellizas Arias, sus anfitrionas. Botero puso orden: el felino ronroneaba en casa de su “coach” sexual María Duque quien lo llamaba “mi pipiolo lindo”.
En los años cincuenta, Hoyos y Botero fueron expulsados de la UPB por el rector magnífico monseñor Henao Botero. En el caso de Hoyos, quien era el director de la Emisora, “Moncho” reversó la medida. No ocurrió lo mismo con el pintor. A Hoyos lo echaron por pasar un programa de la BBC de Londres a favor del control natal. A Botero, por comunista. Por eso, cuando le pidieron una donación para la Universidad respondió con un no tan grande como la Madre Superiora, por ejemplo.
Botero y yo, y perdón por la igualada, compartimos otro idílico lugar: en nuestras respectivas infancias frecuentábamos el Bosque de la Independencia, el mar Mediterráneo paisa, hoy convertido en Jardín Botánico.
Tenía que darle mis agradecimientos a Botero en su último paso por Medellín así fuera en ataúd. Aunque habría me gustado que al cadáver le ahorraran el jet lag que genera atravesar el charco…