Por Ariel Kaminer
Kaminer es editora de la sección de Opinión de The New York Times.
El cielo ensombrecido se extiende sobre kilómetros de arena desértica mientras, a lo lejos, desde un andamio iluminado, se eleva el objeto que cambiará el mundo. La primera prueba atómica es la escena que define Oppenheimer, ganadora de siete Premios de la Academia el domingo por la noche, incluido el de mejor película. La escena se desarrolla durante casi siete minutos de tensión in crescendo: nadie sabía si la bomba estallaría esa noche y, en caso de que sí, si incineraría al mundo entero.
Cuando vi la película, en el fin de semana del estreno, la escena me pareció insoportable, a pesar de que la historia ya había registrado lo que pasaba. Me quedé mirando a los científicos de Los Álamos que se reunieron para presenciar el gran acontecimiento, tumbados bajo las estrellas como si estuvieran viendo una película al aire libre, sin más protección que gafas o vidrios polarizados. El físico Edward Teller es el único que parece reconocer la necesidad de tomar alguna precaución, y la aborda aplicándose protector solar.
Oppenheimer es una película sobre un genio singular, una colaboración extraordinaria y un punto de inflexión en la historia. Pero también es una lección de física aplicada: el modo en que un catalizador solitario puede desencadenar una reacción en cadena cuyo impacto no puede predecirse ni controlarse. El mayor triunfo de J. Robert Oppenheimer puso en marcha las fuerzas que provocaron su caída. Una innovación concebida para hacer el mundo más seguro a largo plazo lo convirtió de manera evidente en un lugar más peligroso. Y, en las pruebas atómicas posteriores durante los años de la posguerra, muchos estadounidenses fueron expuestos deliberadamente a la radiación, para ver lo que la explosión y sus consecuencias les harían.
Se hizo desfilar a los soldados por los lugares de detonación cuando la arena se enfrió lo suficiente para caminar sobre ella; se envió a los pilotos a través de las nubes que aún ondeaban; se alineó a los marineros en barcos cercanos. En el campo de pruebas de Yucca Flat, en Nevada, incluso se convocó a una banda del ejército para que tocara. Sé esto último porque mi tío Richard Gigger era el líder de la banda.
Richard se alistó en 1946. Era un chico negro de 16 años en un ejército todavía segregado, pero eso lo llevó de East St. Louis a Alemania. Allí obtuvo permiso para asistir a un programa de formación musical en, de todos los lugares, Dachau, dirigido por miembros de la Filarmónica de Berlín. Eso le cambió la vida. En las décadas siguientes, actuó para jefes de Estado, encabezó desfiles por Manhattan e hizo numerosas apariciones en The Ed Sullivan Show.
En varias ocasiones, entre 1952 y 1955, sus responsabilidades también incluyeron tocar “Shake, Rattle and Roll” para acompañar a la fuerza más destructiva de la historia de la humanidad.
Otros veteranos atómicos, como se les ha llegado a conocer, estaban en el Pacífico sur, vadeando agua radiactiva mientras rellenaban cráteres de explosiones. Se puede escuchar a antiguos miembros del servicio hablar sobre una serie de estas experiencias —con orgullo, honor y un profundo sentimiento de traición— en un documental titulado “I Have Seen the Dragon”. La experiencia de Richard también se ve ahí.
Después de 25 años en tres guerras, se retiró del ejército y conoció a mi tía Ellen. Juntos empezaron a enseñar música en la Escuela San Fernando, donde llevaron a la banda de música a ganar tantos campeonatos —13 en total, 11 de ellos consecutivos— que casi no era justo. Por el camino fueron mentores de cientos o quizá miles de chicos, muchos de los cuales aún les dan el crédito de haber cambiado sus vidas. Una escuela y una intersección fueron renombrados en su honor. También hay un enorme mural. Pero, al final, el servicio militar le pasó factura, como a tantos otros.
Para Richard empezó con un tumor hipofisario. Los cirujanos se lo extirparon, pero el resultado, años más tarde, fue una hemorragia craneal y daños cerebrales que empeoraron con el tiempo.
De niña, mi tío me parecía amable pero intimidante, una mezcla de bravuconería y rigor militar. Después de la hemorragia, todo eso desapareció. Se movía despacio y hablaba poco. Aún podía tocar instrumentos musicales, pero en el documental es mi tía quien habla. Richard permanece sentado, en silencio. Murió tres meses después.
Durante cinco décadas, a los veteranos atómicos les prohibieron contar su experiencia, incluso a sus parejas o médicos. Eso ha dificultado la obtención de un recuento fiable de sus cifras o de las consecuencias médicas que padecían, entre las que se incluyen leucemia, cáncer de tiroides, cáncer de esófago y mieloma múltiple. También ha dificultado que ellos o sus familiares reciban la ayuda necesaria. Para probar su caso ante el Departamento de Asuntos de los Veteranos, mi tía pasó largas horas en la biblioteca leyendo artículos científicos sobre la radiación ionizante atmosférica (muchos de los cuales tuvo que primero hacer traducir del japonés), rebuscó en los archivos de viejos periódicos de Nevada y consultó a médicos. La rechazaron muchas veces, pero, finalmente, al cabo de siete años, el Departamento de Asuntos de los Veteranos cedió. Confirmó que lo más probable es que la enfermedad de Richard se debiera a su exposición. Eso permitió que cumpliera los requisitos para recibir una modesta indemnización.
En la actualidad, varias afecciones se consideran “presuntas” para los veteranos atómicos, lo que significa que se asume que son consecuencia de su servicio. Pero no hay forma de saber cuántas personas sufrieron o murieron antes de que se adoptara esa política ni cuántas otras afecciones pueden ser también resultado de la exposición ni cuántas familias no pudieron emprender el tipo de investigación que hizo mi tía o perseverar a pesar de tantos contratiempos. El número de veteranos es cada vez menor, pero esas preguntas siguen siendo urgentes, pues los efectos de la radiación pueden ser transmitidos a los hijos y los nietos.
Se ha criticado a Oppenheimer por no mostrar la devastación de Hiroshima y Nagasaki. Creo que fue la elección correcta. Habría sido ofensivo, tal vez incluso obsceno, reducir ese sufrimiento a una subtrama de una película biográfica de un gran hombre, una película que, sin importar qué tan basada esté en hechos, es, en última instancia, un entretenimiento, una ficción. Dejar el horror de Japón a la imaginación o los pensamientos intrusivos que se puede ver que Oppenheimer se esfuerza por acallar, me pareció una humildad apropiada sobre los límites de la representación, como cuando la película se queda casi en silencio cuando se registra la explosión por primera vez.
En cuanto al efecto de la bomba en los cuerpos de los estadounidenses, la visión de esos científicos desprotegidos es lo más cerca que llega la película. La escena funciona como una metáfora de lo ingenuamente optimista que era el programa nuclear, de lo poco preparada que estaba la nación o incluso el mundo para los terrores que desencadenaría. Después de la prueba, cuando los militares empaquetan las bombas restantes y se las llevan, Oppenheimer le dice a Teller: “Una vez utilizada, la guerra nuclear, quizá toda guerra, se vuelve impensable”. Igual de impensable, sospecho, habría sido la idea de que Estados Unidos infligiera a propósito algunos de los efectos dañinos de la bomba a sus propios miembros del servicio.
Si Oppenheimer fuera una película más tradicional, la rendición de Japón podría haber sido el clímax. Pero la película continúa durante una hora más, centrando su atención en la lucha de Oppenheimer por mantener su autorización de seguridad, una lucha que se desarrolla en paralelo a la de una figura en las entrañas de la política de Washington por conseguir un puesto en el gabinete de un gobierno. Es posible salir del cine con la impresión de que, al menos en Estados Unidos, la principal víctima de la bomba fue la carrera de Oppenheimer.
Para mi tío, las consecuencias llegaron más tarde. Para algunos otros veteranos atómicos o sus familias —o para las personas que viven cerca de sitios de prueba como los de Nevada y las Islas Marshall y, por supuesto, para la gente de Japón— puede que todavía sea en el futuro. La película que recibió premios Oscar narraba una historia muy concreta, pero muchas otras vidas se remontan también a ese día. De un modo u otro, nadie salió intacto. Todos vivimos a sotavento de aquella primera explosión trascendental.
Ariel Kaminer es editora de la sección de Opinión de The New York Times.