Cuando el periodista Nicolás Sánchez Arévalo (Bogotá, 31 años) trabajaba como reportero en el diario El Espectador, hace cuatro años, se decía que en su escritorio guardaba un tesoro. Un arrume de papeles, en el que había expedientes judiciales, transcripciones de entrevistas, imágenes e información inédita sobre la consolidación del paramilitarismo en Colombia. “Los papeles de Nicolás”, se les llamaba en los pasillos.
Su instinto lo llevaba a hurgar en la génesis de un fenómeno que ha permeado a las esferas más poderosas del país. Hoy, su nombre resuena no solo por sus investigaciones, que desde 2022 publica en el medio Vorágine, sino por las amenazas de muerte que llevaron a que el medio anunciara que suspende cualquier publicación sobre el paramilitarismo. Fueron 30 horas de mensajes dirigidos al perfil personal de Sánchez en Instagram, enviados por una cuenta que firmaba como “AUC”, sigla que remite inmediatamente a las Autodefensas Unidas de Colombia.
Las amenazas llegaron justo después de que publicara varios reportajes sobre las relaciones entre el empresariado y el paramilitarismo, lo que él llama “la paraeconomía”, una relación estrecha y poco investigada en la justicia. Allí escribió sobre Chiquita Brands, la multinacional bananera gringa a la que la justicia estadounidense condenó, en junio pasado, a indemnizar a ocho familias de víctimas del paramilitarismo al que esa empresa financió durante décadas. Pero su texto fue más allá del registro. Reveló el testimonio que entregó ante la justicia de la anterior vicepresidenta de Colombia, Martha Lucía Ramírez, sobre uno de los procesos judiciales que siguen abiertos en el país contra exdirectivos de Banacol, una de las filiales de Chiquita.
También contó en otra de sus publicaciones que el economista y analista político Jorge Restrepo y una empresa en la que trabaja el columnista Yohir Akerman habían entregado informes para la defensa de la multinacional en el juicio.
El miércoles 9 de octubre llegó la primera intimidación. La enviaba el perfil con el nombre AUC, que tenía imágenes de armas de largo alcance como foto de perfil. Minutos después comenzaron a llegar más amenazas, solicitudes de seguimiento a personas cercanas, likes en fotos y videos, y un primer mensaje directo: “Salte aquí”, decía, en un guiño a un dicho popular colombiano para señalar a los sapos, o delatores. “Por lo menos cada dos horas enviaban algo o se hacían ver de alguna manera”, dice el reportero en conversación con EL PAÍS. La intimidación más alarmante llegó un día después, cuando la cuenta le envió un emoji de calavera.
El jueves llegó el último mensaje al teléfono de Sánchez. Eran las 11.48, minutos antes de que Vorágine anunciara que cesaría la publicación de investigaciones relacionadas con paramilitarismo y narcotráfico. Desde entonces y hasta ahora, cesaron las amenazas. En ese primer comunicado, el medio se autocensuraba, aceptando que hacerlo es un golpe a la democracia, pero aludiendo a que una decisión así es la última opción para salvaguardar la integridad humana de su equipo, más valiosa que cualquier historia.
El ruido aturdió tan fuerte que el mismo presidente de la República, Gustavo Petro, se pronunció tras el comunicado. “Esto no puede ocurrir en nuestro país. He ordenado activar de inmediato las rutas de seguridad para este caso, así como para otros seis periodistas que, junto con la FLIP, hemos identificado como de alto riesgo”. La solidaridad se convirtió en una bola de nieve a la que se sumaron congresistas, escritores, el ministro de las Culturas, Juan David Correa, periodistas y medios de comunicación.
Los protocolos de denuncia y seguridad que ha aplicado Voráginedesde entonces, cuenta Sánchez, han estado respaldados por la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP). “Desde un primer momento, ellos han estado con nosotros. La FLIP ha dado todo el acompañamiento porque para esto no hay un manual. Realmente tú no sabes cómo actuar, entonces ellos han logrado orientarnos en qué debemos hacer, y se han centrado en apoyarnos a mí y a Vorágine”. Sin embargo, en un país acostumbrado a las amenazas de muerte y a la violencia desmedida, el periodista también recibió comentarios inesperados cuando denunciaba. “Una funcionaria me dijo que me alegrara, que al menos me había hecho famoso”.
En lo que va del año, la FLIP ha recibido reportes de 164 amenazas a periodistas. La cifra quizá no dice mucho, pero para la misma fecha de 2023 sumaban 132 alertas. En lo que va del año, dos periodistas han sido asesinados en razón de su oficio: Jaime Vásquez y Mardonio Mejía Mendoza. En 2023 fue silenciado Luis Gabriel Pereira; en 2022, Rafael Moreno y Wilder Alfredo Córdoba. Para Nicolás, una de las maneras de consolidar anillos de protección alrededor de cada periodista es que haya más personas investigando. “Yo he leído a muchísimas personas para poder hacer lo que yo hago. No solo periodistas, académicos, investigadores, abogados, y creo que parte de la protección que requerimos, se basa en que nos comprometamos como sociedad a divulgar estos temas”.
Su camino periodístico lo ha hecho a pulso desde 2016, cuando llegó a integrar el equipo de Colombia2020, un proyecto del diario El Espectador que se creó para difundir e investigar temas relacionados con la implementación del Acuerdo de Paz con la otrora guerrilla de las FARC. Aunque, según cuenta, años atrás había comenzado a indagar en la consolidación de las cooperativas Convivir, que en Colombia fueron grupos de vigilancia privada integrados por civiles, que terminaron siendo la base de la consolidación de las autodefensas. “Eso tiene una particularidad muy grande y es que en las Convivir se encuentran las pruebas de las alianzas entre paramilitares, narcotraficantes, oficiales del Ejército, políticos regionales y nacionales, y empresarios”, cuenta. “Es un asunto muy importante de nuestro conflicto armado que tenemos que desenredar”.
Desde entonces, ha visitado varias veces la región del Urabá antioqueño, la zona en Colombia donde se consolidó el fenómeno paramilitar que, formalmente, se desmovilizó entre 2004 y 2006. La primera vez que pisó esa tierra fue en 2017, cuando aterrizó en Apartadó para contar la historia de Adolfo Manga, un líder a quien las FARC le asesinaron su padre y que perdió su tierra porque una empresa la ocupó irregularmente después de los desplazamientos masivos que ordenaron los paramilitares en 1996. La última vez que estuvo allí fue hace tres meses, cuando viajó para reportear las historias de las víctimas de Chiquita Brands para Vorágine. Su historia siempre ha estado atravesada por esa región bananera, sobre la que se ha derramado sangre en nombre de “la libertad de Colombia”. Fue de los primeros lugares a los que viajó como reportero a los 24 años y de los últimos que pisó antes de ser amenazado de muerte.
Las intimidaciones a quienes se atreven a investigar el conflicto en Colombia no son recientes. Sánchez tiene claros varios antecedentes, como el de la fiscal Alicia Domínguez, quien por años llevó el expediente de la financiación empresarial de los paramilitares, pero la apartaron del proceso con amenazas y presiones con una frase que el periodista se sabe de memoria: “En una entrevista al diario El Tiempo, dijo que le habían dicho que la Fiscalía no podía entorpecer o poner en peligro la economía del país”, refiriéndose a las relaciones entre el paramilitarismo, el narcotráfico y el empresariado.
Sin embargo, se supone que en Colombia no hay paramilitarismo desde hace dos décadas. “Si los paramilitares ya se desmovilizaron, ¿entonces qué fue lo que quedó que sigue actuando como ellos y firmando con sus siglas?”, se pregunta Nicolás, y señala que la justicia conoce las piezas del engranaje de la “paraeconomía”. Lo dice con la certeza de que sus investigaciones periodísticas han estado respaldadas por expedientes judiciales o por fuentes de la misma Fiscalía. “Pero hay una parte de la historia que no hemos comprendido bien. Por eso yo insisto tanto ahí, porque necesitamos conocerla y comprenderla para que no nos vuelva a pasar”, resalta.
Pero también tiene la certeza de un reportero que, lejos de trabajar en escritorios robustos a través de una pantalla, ha pisado el territorio por casi una década. “En la última visita que hicimos al Urabá, a mí me impactó mucho que hablábamos con las víctimas a las que les habían matado sus esposos, sus hijos, les habían desaparecido familiares, y ni siquiera sabían qué era Chiquita Brands y lo que estaba pasando con ellos”, menciona. “Quedé con la sensación de que a la población la han condenado a tanta violencia y tanta miseria, que incluso les han negado el tener el derecho a comprender su propia historia”.
Sobre las amenazas, que lo obligaron a poner una pausa indefinida en su vida profesional, solo añade que en su ejercicio como reportero, siempre ha realzado todas las voces que involucra en un reportaje. Defiende la rigurosidad como su bandera de trabajo y menciona que, lejos de tener una fijación o pretensión personal con este tema, es su apuesta profesional. “Yo no soy ningún sapo. Yo no he traicionado la confianza de nadie. Yo siempre he sido muy respetuoso con las personas que he mencionado en mis notas, he hablado con sus abogados, entonces yo no soy ningún sapo. Yo soy un reportero que está intentando hacer su trabajo de la mejor manera posible”.