Por Óscar Domínguez G.
Hola, pueblo, desde mi eternidad sin fútbol reciban mi cordial saludo.
Algo de historia: Me llamo Manuel Francisco y nací el 28 de octubre del año 33 en Pau Grande, un pueblo situado a 200 kilómetros del estadio de Botafogo, en Río de Janeiro. Soy hijo de Amaro Fracisco y María Carolina. Solo necesité un metro sesenta y nueve centímetros para lucirme. Jugábamos para la tribuna vacía, de pronto habitada por escasos parientes y amigos. O por garotas que después nos brindaban sus mieles en algún rastrojo. Nadie soñaba con la gloria. Soñábamos con los goles que haríamos en el siguiente partido.
Los “anticristos de la calle”, como nos decían a los muchachos, jugábamos con balones proletarios, de trapo, o hechos con periódicos de ayer, amarrados con pita, para que no se desperdigaran los goles. Los sofisticados balones de hoy son un tanto afeminados: tienen de todo, les falta sauna y manicurista.
Garrincha, en Medellín, en compañía de los recogebolas Óscar Restrepo Pérez, Trapito (derecha), y su hermano. (Del álbum de mi tocayo y viejo amigo).
Pensando en mí, sospecho, Passolini escribió que “el goleador de un campeonato es siempre el mejor poeta del año”. Javier Marías, escritor y académico español, dice que “el fútbol es la recuperación semanal de la infancia”. Falso: es la recuperación diaria.
Aprendí a hacer goles y a amar, en ese desorden. Desde entonces supe que “el amor es eterno mientras dura”, como escribió mi paisano Vinicius de Moraes . Lo supe por las garotas que hice felices e infelices al mismo tiempo. Es el extraño IVA que hay que pagar por amar sin medida.
Nunca me gustaron las medias tintas. A veces lo siento por Iraci, mi primera dama, y por Elsa Soares, la última. “Aunque el último amor siempre es el primero”, decía alguien.
Vinicius también me dedicó un soneto: El ángel de las piernas tortas. (traducción, al final). Sí, afortunadamente, nací con las piernas desobedientes: que la una para acá, que la otra para allá; que la derecha seis centímetros más corta que la izquierda. Todo gracias a una madrugadora poliomielitis.
Como venía con el chip para jugar exquisito fútbol, convertí la poliomielitis en arte. De ambas piernas me serví para mi oficio. Claro, la derecha sacó la cara por mí. Ningún puntero derecho –habido o por haber- me calza los guayos.
Muchos ven algo de Chaplin en mi forma de interpretar ese deporte. Lo mío era samba con balón.
Cuando sigo el fútbol desde mi hábitat entre las estrellas, evoco la fugaz inmortalidad que nos depara el gol. Yo los hice durante 19 años en equipos de mi país, y en el Júnior, de Barranquilla, cuando mi fútbol empezaba a ocultarse, como el sol de los venados.
Los futbolistas nos suicidamos, o nos suicidan pronto en primavera. Tenemos escasa vida útil. El olvido está a la vuelta de la esquina.
Los de mi generación casi ni aprendimos a leer. Preferíamos vivir, y practicar el “jogo bonito”. Poco supimos de lidiar la fugaz fama. Los tiempos cambian, claro está, para bien. Lo digo yo que me jacto de haber buscado primero la felicidad para mí. La caridad entra por casa. Luego divertí a mi pueblo. “Jugaba como quien cultiva orquídeas”, dijo un paisano (¿Nelson Rodrigues?) hablando de mí.
Siempre creí que el dinero no hace la felicidad, pero ¡cuánto ayuda! Es mejor ser rico que ser pobre, como dicen que decía un boxeador de Macondo. Pero no lloremos sobre la leche derramada.
Los colegas que nos dieron el codazo generacional, sí saben de negocios. Han convertido el fútbol en una máquina de hacer plata. Al lado de compañeros de rumba y mujeres de viento, sacadas de la pasarela, tienen asesores económicos políglotas, fugados de Harvard. Los que me han sucedido en el campo de juego se defienden lo mismo en la mesa, el spa, el turco, la junta de negocios, que en el campo de juego.
Que lo disfruten. Se lo merecen. Ellos, como yo, somos payasos que tenemos el encargo de distraer a los hinchas que “son cosa vana, variable y ondeante”.
Aprovechándose de mi nobleza, me obligaban a firmar contratos en blanco como mi primer gran empleador, el Botafogo. ¡Cristo Redentor de Corcovado si me explotaron! Por esa y otras razones que solo a mí conciernen, llegué escaso de metal al final de la andadura.
Y ciego, convertido en Borges del gol. Lo que no deja de ser una ironía, porque el gaucho memorioso pocón de fútbol. Detestaba los deportes porque incluían ganador y perdedor.
En la película “Garrincha, estrella solitaria”, de Milton Alencar Jr., privilegian este aspecto de mi vida, privado de la luz. La película que a veces es documental, me pareció bella, a pesar de que la crítica no ha sido benévola. Hay más leyenda que realidad, pero así fue mi vida. A veces ni yo mismo sabía si estaba viviendo mi propia irrealidad. Gajes del oficio de ser Garrincha.
Me parece que a la película le ha hecho falta público. Y mejores teatros. Mis agradecimientos a André Goncalves, quien me encarnó en la cinta. ¡Qué garotas te tocó llevar a la cama en la película, parcero!
Antes se hablaba de pan y circo. El circo de ahora lo ponemos los futbolistas. Menos mal, la torta económica está mejor repartida. No en todas partes, por supuesto. Los de abajo siguen siendo los de abajo. Los Garrinchas.
Messi, Ronaldo, Neymar, la nueva joya de la corona brasileña, ganan y gastan. Pero no se enloquecen con el billete. Y hacen bien. Me quedo con mi paisano Neymar, quien juega con la alegría, las ganas y la picardía que exhibía yo en Pau Grande. Lo critican porque abandonnó el Barcelona. Pero que querían si estamos en pleno capitalismo salvaje: estamos a merced del mejor postor, una palabra coquetamente próxima a impostor. Y no estoy sugiriendo un carajo.
La nueva generación, a pesar del dinero que se mueve, también hizo su master en los potreros. Tienen mucho de garrincha, el pájaro pobre y veloz que me prestó su nombre y en el cual reencarnaba cada vez que hacía un gol, fuera en Pau Grande, en Suecia o en Santiago, donde fuimos campeones del mundo.
Al final de mis cincuenta años me goleó el alcoholismo. No pude resistir su dribling endiablado. Lo digo yo que enloquecía a mis marcadores con mi prestidigitación. Gallego, mi marcador cuando enfrentamos a Millonarios, en Bogotá, todavía me está buscando. Cuando jugamos en Medellín ya no recuerdo a quién enloquecí.
Como se lo dije a manera de epitafio a Cepeda Samudio, un periodista barranquillero: “Yo viví la vida, la vida no me vivió a mi”. Con el gorrión de París, Edith Piaf – Garrincha de la voz- aprendí que “uno tiene que merecerse la muerte”.
Pensando en nosotros, creo, otro paisano, Geraldino Brasil, escribió: “Las personas no mueren, quedan encantadas”. En fin, hice mi tarea. Ahí les dejo la menina, como le decimos al balón en Brasil. Y gracias por las felicitaciones, escasas, que me llegan en mi cumpleaños, el 28 de octubre. Somos el olvido que no queremos y perdón pero esto me pareció que estoy plagiando mal a alguien… (Este perfil ha sido actualizado).