
Por Óscar Domínguez Giraldo
En Nueva York la máxima expresión arquitectónica de esa babel son sus rascacielos que son algo así como los ventrílocuos de la gran ciudad. Hay rascacielos acostados con el nombre de limusinas en las que vanidosos de estrato seis sacan a pasear su ego.
Nueva York sigue siendo Nueva York a pesar de que quedó húerfana de sus huellas digitales: sus torres gemelas. Uno mira el tal punto cero y las ve levantarse, como esas mujeres que nos hicieron sufrir y se quedaron tatuadas en nosotros.
Todo en Nueva York está hecho para sorprender. Como esas mujeres misteriosas que se asilan detrás de gafas oscuras para esconderse de su biografía. Es más lo que esconde la metrópoli en sus calles que lo que muestra al turista de cámara Kodak que hace hasta lo “posible” por llevarse la ciudad en una foto. O entre sus recuerdos que son fotos sin cuarto oscuro.
Nueva York es la única ciudad con sicoanalista propio: la Estatua de la Libertad. Con solo mirar a los ojos este símbolo del modo de vida americano, los deprimidos quedan curados sin pasar por el sofá del siquiatra. De paso se ahorran la factura.
Para todos hay en la tierra del clarinetista Woody Allen que no se cansa de filmar siempre la misma película para sacudirse sus fantasmas teológico-sexuales.
En NY hay tantas soledades como personas. La soledad de todos en compañía es más llevadera. En esto se nota el pragmatismo de exportación made in Usa.
No hay tiempo para la lentitud. Todo es tan rápido que para morirse de repente, la gente se toma en promedio 10 minutos.
El estrés no es el enemigo. Es el gran capital de la apetitosa Gran Manzana (sobre la que Gay Talese ha escrito notas excepcionales). Por eso circula tanto el becerro de oro con el alias de dólar.
Es una ciudad hecha para agotar superlativos. Bellas pluscuamperfectas se contonean democráticamente por la Quinta Avenida al lado de feas olímpicas.
En su jurisdicción coinciden ejecutivos que le definen al mundo lo que tiene que pensar en las próximas 24 horas con vagos empedernidos que han hecho del ocio una religión.
Es tierra fértil para soñadores, excéntricos, locos cuerdos, cuerdos a los que les patina el coco, redentores del mundo, filántropos, misántropos, antropófagos, antropólogos, vegetarianos, veganos, faquires, tipos cuya dieta consiste en comer de todo.
Allí coinciden creyentes, descreídos, dictadores, reyezuelos en el asfalto, millonarios, pobres de solemnidad, eximportantes, anoréxicos, bulímicos.
En NY se encuentran los gordos más raros del planeta que hicieron la primaria en obesidad mirando cuadros de Botero: las caderas de estos robustos empiezan en cualquier parte y no terminan en ninguna. Los flacos lo son de tal magnitud que tienen que mirarse dos veces al espejo para demostrarse que existen.
Estornuda Wall Street y se resfría la aldea global en pleno (y perdón por no dar crédito al dueño de la metáfora. Si lo ven por ahí, me lo saludan). Bosteza la ONU, pero eso no garantiza que se acaben los sátrapas de cualquier parte. Se alegra Broadway y sonríe el planeta. (En Broadway me dormí una obra de teatro. En Blue Note me bailé un bolero).
En Nueva York, el bípedo sin plumas venido de otras parroquias le mete goles a la nostalgia construyendo su propio barrio para vivir como en casa. Hay versiones de bolsillo de cada país a la vuelta de cualquier esquina.
En el Museo Metropolitano despachan guías que no cobran por su trabajo pero hablan de Picasso, Rembrandt, Velásquez, Van Gogh…, con la fruición de quien acaba de hacer el amor con algún personaje de sus cuadros.
A la gente que anda por Manhattan se le puede adivinar en el caminado si tiene complejo de Edipo o de Electra. Los hay que arrastran ambos complejos para no parecerse a nadie.
Como la gran ciudad permite las incoherencias, me dio la impresión de que todo el mundo es profeta en Nueva York. Si triunfó, porque triunfó, si fracasó porque nadie se dará por enterado. No tengo una sola foto que demuestre que estuve en Nueva York. Pero estuve. Nadie se dio por enterado…
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