TRINIDAD DEIROS BRONTE (ENVIADA ESPECIAL)
Wisam Tamimi cumplió 17 años el pasado 6 de junio. Tres días después, medio centenar de militares israelíes irrumpieron en su casa de madrugada y se lo llevaron con las manos esposadas a la espalda, los ojos vendados y bajo una cascada de insultos. Una vez en un puesto militar en Cisjordania, los soldados lo forzaron a arrodillarse. Así permaneció cinco horas, explica en su casa de Nabi Saleh, a unos 20 kilómetros de la capital de Cisjordania, Ramala. Le habían quitado la chaqueta y tenía frío, recuerda.
Después, lo llevaron a la prisión israelí de alta seguridad de Ofer, cerca de Ramala, donde lo desnudaron completamente y lo registraron, antes de encerrarlo cinco días en una celda de aislamiento. En todo ese tiempo, solo vio a los israelíes que lo interrogaban “desde las 11 de la mañana hasta las nueve o 10 de la noche”. La comida era “muy escasa” y las amenazas, constantes. Sobre todo la de que si no confesaba, el ejército israelí demolería la casa de sus padres. Querían que firmara unos papeles en hebreo que no entendía.
Wisam es uno de los 171 adolescentes excarcelados a cambio de la liberación de rehenes en manos de Hamás que incluía la efímera tregua de Gaza, según las cifras de Abdallah Zgari, presidente de la ONG Club de Prisioneros Palestinos. La mayoría, 107, son menores de entre 14 y 17 años. Los 64 restantes tienen ya 18 años, pero aún no los tenían cuando fueron detenidos. Tres de cada cuatro de estos jóvenes no han sido condenados por ningún delito, según datos oficiales israelíes.
Además de esos primeros cinco días en aislamiento, Wisam pasó en soledad otros 35, en el centro de interrogatorios Al Masqubiyya de Jerusalén, en un calabozo en el que apenas podía ponerse de pie —mide 1,83 metros— ni dar más de tres pasos, explica. Fue entonces, en ese mes largo en soledad, sometido a interrogatorios constantes, y con una luz en la celda que parpadeaba sin descanso, cuando se dijo a sí mismo que “tarde o temprano iba a perder la razón”.
Antes del 7 de octubre, cuando Hamás mató a 1.200 personas en Israel, al menos 250 adolescentes palestinos estaban presos en cárceles israelíes, explica por teléfono el presidente del Club de Prisioneros Palestinos. Tras el intercambio por los rehenes en Gaza, quedan alrededor de 80 menores en penales israelíes, según esa ONG. En las ocho semanas transcurridas desde el inicio de la guerra en la Franja, otros 800 han sido detenidos en algún momento, aunque la mayoría han sido liberados después, señala Zgari.
A los menores palestinos en cárceles israelíes, sean del territorio ocupado de Cisjordania o de la también ocupada Jerusalén Este, se les aplica la jurisdicción militar. Cuando son juzgados, algo que muchas veces no sucede, comparecen ante tribunales castrenses cuya tasa de condena es de más del 99%, según el Departamento de Estado de Estados Unidos. Los tribunales militares solo juzgan a menores palestinos. En el caso extremadamente infrecuente de que un menor judío sea detenido, se le aplica la ley civil, mucho más garantista.
“Los niños palestinos pueden ser arrestados en cualquier lugar, en controles, en el camino al colegio, durante operaciones en ciudades y campamentos o incluso en sus propias camas”, explicó el 28 de octubre, ante la Asamblea General de Naciones Unidas, Francesca Albanese, la relatora especial de la ONU sobre Derechos Humanos en los Territorios Ocupados de Palestina. Desde 2000, 13.000 menores palestinos han sido detenidos, interrogados, juzgados y encarcelados en Israel, según datos de Unicef citados por la ONG Defence for Children International Palestine.
En 1991, Israel ratificó la Convención de la ONU sobre los Derechos del Niño, que estipula que los menores solo deben ser privados de libertad como medida excepcional, no deben ser detenidos ilegal o arbitrariamente y tampoco ser sometidos a tortura ni a otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes. La realidad, recogida en el informe Indefensos de 2020, de la ONG Save The Children, es que Israel condena a esa reclusión penal que la ONU define como “un último recurso” al 99% de los niños palestinos juzgados por tribunales castrenses.
Save The Children entrevistó a 470 niños, encarcelados entre los 10 y los 17 años, para elaborar ese documento. Casi uno de cada cuatro denunció “puñetazos, bofetadas, empujones o patadas” durante su detención. Una vez recluidos, “el 81% fue golpeado y el 43% recibió numerosas palizas”, el 88% no recibió la atención sanitaria que necesitaba y al 46% se le privó de alimentos y agua. A más de la mitad se le amenazó durante los interrogatorios con hacer daño a sus familias y el 73% tuvo que firmar documentos en hebreo. Ninguno de esos menores fue asistido por un abogado durante los interrogatorios. “Un número menor”, puntualiza el informe, sufrió malos tratos, como que les “soltaran perros o les pusieran una bolsa de plástico en la cabeza”.
“[Los palestinos] son los únicos niños del mundo sistemáticamente enjuiciados en tribunales militares, que de forma invariable no les ofrecen un juicio justo e incumplen las normas de la justicia de menores”, asegura Save The Children. En 2013, Unicef consideró que los malos tratos a niños en el sistema de detención militar israelí son “generalizados, sistemáticos e institucionalizados”.
Piedras
La historia de Wisam es un ejemplo de lo que relata ese informe. Como en al menos un caso recogido por la ONG, a este estudiante de secundaria lo detuvieron después de ser herido por los militares israelíes. Ocho días antes de su arresto, mientras estaba en la azotea de la casa de sus tíos, una bala de caucho impactó en su cabeza y le fracturó el cráneo. Su caso ejemplifica también el tipo de acusación que se suele presentar contra los menores palestinos. El joven iba a ser inculpado —los cargos no llegaron a presentarse— de delitos como “plantar una mina terrestre”, “posesión de armas y explosivos” y, el más habitual: “tirar piedras”, que se castiga con hasta 20 años de cárcel. A Wisam iban a acusarlo también de “infracciones de tráfico”. “Ni siquiera tengo carné de conducir”, se ríe.
Desde la casa de Wisam se ve la carretera solo para colonos judíos que lleva al asentamiento de Halamish. La violencia provocada por esos asentamientos ilegales, construidos en tierras usurpadas a los palestinos, también se refleja en la detención y encarcelamiento de menores. La ONG Military Court Watch calculó en 2019 que los menores palestinos presos vivían a una media de 900 metros de una de esas colonias.
Detención administrativa sin desvelar la acusación
En Ramala, Ahmed muestra una marca en su muñeca. Es la cicatriz de unas bridas de plástico tan apretadas “que le hicieron sangrar”. También Ahmed, de 19 años y que no da su nombre real por seguridad, fue liberado en el canje con Hamás. La primera vez que fue detenido tenía 13 años. Un gran número de soldados irrumpió en su casa a las tres de la mañana y se lo llevaron esposado y con los ojos vendados a una base militar, recuerda, donde le obligaron a desnudarse para registrarlo. “Estaba muy asustado. Tenía 13 años”, afirma. Fue acusado de tirar piedras. Le condenaron a un año de cárcel, pero su familia logró que la evitara pagando una multa de 12.000 séqueles, unos 3.000 euros.
En septiembre de 2022, los militares lo detuvieron de nuevo. Como el joven, entonces de 17 años, no estaba en casa, se llevaron a su hermano. Ese mismo día, Ahmed se entregó. Otra vez fue acusado de tirar piedras y condenado a cuatro meses de cárcel. Cuando estaba a punto de cumplir su pena, el tribunal militar prolongó el encarcelamiento con seis meses de detención administrativa.
Las víctimas de esa figura legal son retenidas sin juicio y sobre la base de supuestas pruebas que no se revelan a los acusados, por lo que el preso no sabe qué se le imputa ni cuándo saldrá de prisión. Este tipo de detención se puede prorrogar cada seis meses sin límite temporal. Según Abdallah Zgari, en las cárceles israelíes quedan unos 20 niños recluidos de esa forma.
Mohamed Abu Ayyash, de 18 años, es otro de los adolescentes palestinos en detención administrativa liberados por el canje con Hamás. El relato que hace en su casa de Ramala es, de nuevo, similar al de sus coetáneos encarcelados: un arresto violento a los 17 años, de madrugada y por fuerzas especiales que “rodearon la casa”; el traslado maniatado con bridas de plástico —”seis, unas encima de otras”, detalla— y con los ojos vendados. Un interrogatorio de “12 horas” en una base militar y un nuevo traslado en el que los soldados le arrastraron agarrándolo de esas bridas. Después, la comida escasa —yogur, pan y “medio kilo de humus para 40 presos”— y la reclusión con adultos, prohibida por las leyes internacionales. Luego, la detención administrativa, cuya última prórroga de seis meses, Mohamed estaba a unos días de cumplir cuando fue liberado.
A este joven no le golpearon siendo menor. Ese tipo de maltrato empezó después del ataque de Hamás, ya con 18 años, aclara. A los presos palestinos les quitaron entonces “los aparatos electrónicos, las mantas, los colchones, las sábanas e incluso la ropa”. Durante 30 días, permaneció “con el mismo pantalón, una camiseta y sin calzoncillos”, explica. En un traslado de la cárcel de Ofer a Naqab, otra prisión en el sur de Israel, a los reclusos los esposaron y luego ataron las esposas a grilletes en sus tobillos. “Si solo te daban una patada, podías darte por contento”, dice el adolescente. En el autobús, recuerda, “había varios niños”.