Por Carlos Alberto Ospina M.
“No firmamos el acuerdo de paz para ir a la cárcel” (sic – Rodrigo Londoño, alias Timochenko, entrevista Pregunta Yamid 11-07-2024). “Necesitamos avanzar en un acuerdo de punto final” (sic – Salvatore Mancuso, rueda de prensa 11-07-2024). Declaraciones de dos asesinos y autores de crímenes lesa humanidad que hoy salen a pontificar sobre la paz, a lo sumo, el primero no ha recibido una sanción ejemplar de la JEP; y el segundo, cree que con algo más de tres lustros de cárcel sus manos adquirieron el don de la lozanía, la purificación y la divinidad.
La memoria de grillo de este país pasó de los campos de concentración de las Farc, a los nefastos hornos crematorios utilizados por los paramilitares para desaparecer a miles de torturados. Guerrilla y paracos han descuartizado campesinos, jugado fútbol con la cabeza de sus víctimas, empalizado el torso de mujeres embarazadas, exterminado poblaciones enteras, sacrificado a sangre fría a sus oponentes, y violado metódicamente a niños y niñas. De forma impasible, campantes piden una norma especial para seguir lavándose las manos ensangrentadas y borrar todo rastro de incesante vileza.
No se puede confundir el derecho particular a considerar el perdón, con la intención tétrica de la impunidad eterna para los victimarios. La manoseada Ley de Punto Final es una legislación implementada en varios países con el objetivo de terminar la persecución penal de delitos cometidos durante períodos de dictadura o conflictos internos. Este tipo de medidas emergen en contextos de transición hacia la democracia a partir de la necesidad de estabilidad política y reconciliación; nunca, a manera de ventaja adicional para los bandidos de todas las raleas ni para amnistiar la violación de los derechos humanos por parte de servidores públicos, guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes y demás integrantes de organizaciones delincuenciales.
Desde una perspectiva jurídica, la Ley de Punto Final, es un obstáculo más para la justicia punitiva, al mismo tiempo que se incurre en el incumplimiento de las obligaciones internacionales de cada nación de investigar y sancionar los crímenes de lesa humanidad. Esta eventual degradación del Estado de derecho fomenta la cultura del abuso y la violencia; también, atenta contra las víctimas y sus familias en virtud de la falta de reparación y garantía de no repetición.
Otro de los anzuelos lanzados por los promotores de la impunidad consiste en la explicación de la “obediencia debida”, donde los perpetradores de magnicidios argumentan que actuaron bajo órdenes superiores y, por lo tanto, no deberían ser responsables en el plano disciplinario. Salvo que sean declarados incapaces, ciertos homicidios son de tal gravedad que el citado ‘deber de obedecer’ no exime a los individuos de la causa penal; conforme a las diferentes sentencias de los tribunales internacionales.
Pretender sacar adelante este nivel de arbitrariedad carcome las instituciones democráticas, alimenta el resentimiento, ensancha la desconfianza, destruye el sistema judicial, incentiva la represión, esconde el debido reconocimiento oficial de las distintas transgresiones, obstaculiza la sanación colectiva, alienta los ciclos de violencia, perpetua el trauma, aprueba la desintegración familiar y hace sentir desamparadas a las víctimas del conflicto armado. En ese sentido, la Ley de Punto Final plantea serios problemas éticos, jurídicos y sociales; instituyendo una historia oficial marcada por la omisión, la ilegalidad y el silencio sobre los abusos del pasado.