Me encontré en la vida con Borges

Jorge Luis Borges con su gato

El 24 de agosto, día de su cumpleaños, madrugo a felicitar y a enviarle flores virtuales a Jorge Luis Borges. 

Sólo una vez lo vi. Juro ante notario que lo  tuve cerca cuando pasó por Bogotá. Quise abrazarlo, darle besos, como se estila entre argentinos. Regalarle, o mejor, prestarle uno de mis ojos, o los dos. Robarle algún soneto inédito. Leerle  alguno de sus autores preferidos: Stevenson,  Shaw, Chesterton, Spinoza, cuyo Dios admiraba.

Confieso que me habría gustado regalarle un bastón nuevo con conexión a Internet. Claro que en ese momento no existía ese ciberjuguete que él anticipó, dicen, con su imaginaria biblioteca.

Tentado estuve de hacer las veces de guía turístico en el viejo Barrio de la Candelaria. Su guía fue el recordado director del Caro y Cuervo, Ignacio Chaves Cuevas. 

Con la narración que le hizo Chaves, Borges se sintió en alguna casona de La Alhambra. Supongo que su cicerone ha debido aclararle que estaban en el barrio de La Candelaria donde habían nacido Silva, Pombo, Vargas Vila.

De Vargas Vila comentó en Medellín: “Creo que es mejor olvidarlo. No creo que merezca ser recordado. ¿Acá lo leen aún?”. Le fue mejor a Silva: “Sé de memoria El  Nocturno. Creo que Silva fue anterior a Darío, ¿no?”, interrogante con el que solia terminar sus frases.

A García Márquez le gastó una ironía en las entrevistas que le hicieron en su paso por Medallo los periodistas Jairo Osorio y Carlos Bueno: “La primera parte que me leyeron (de Cien años de soledad) es muy buena, pero no conozco más obras suyas”.

El día que me topé con él, habló en la sede del Caro y Cuervo.  Minutos antes, los reporteros palaciegos lo entrevistamos a la salida de suencuentro con el presidente Turbay Ayala, en el Palacio de San Carlos, a la sazón sede de gobierno. Luego le monté la perseguidora, calle 10 arriba, hasta  la sede del Instituto Caro y Cuervo.

En el trayecto estuve tentado de meterle la mano al bolsillo  para robarle una futura metáfora, “El poema de los dones”. O alguno de los tantos cuentos que mi cacumen no ha logrado descifrar. Con gusto, habría recogido cualquier adjetivo. No se le cayó ninguno. Memorioso Funes al revés, olvidé invitarlo a matear, así en casa no le jalemos a ese democrático brebaje que invita a compartir babas. 

Lo seguí a ver si se me contagiaba por ósmosis una pizca de su talento: esperanza inútil.

Me habría gustado preguntarle por Beppo, su gato, que «vivía en la eternidad del instante». Le habría contado: “Ví muchos congéneres de Beppo en el cementerio de la Chacarita, cerca de la tumba de Gardel ¿Por qué les gustan tanto los cementerios a los gatos, don Jorge? ¿O el asunto es al revés?”.  

COMO GARDEL

Encantado le habría dicho que caminé por su barrio de Palermo. Y para ganarlo para mi causa le recordaría que crecí donde murió Gardel, en Medellín,  pero que no tengo restos de los aviones que chocaron como miles de paisanos míos. Ambos escogieron junio para tener la costumbre de morir, como dice en su milonga de Manuel Flores.

Le habría celebrado la ironía que soltó antes de que su avión aterrizara en Medellín, invitado por el mozartiano alcalde Jorge Valencia y Beatriz Cuberos, su mujer-librera-beethoveniana: “Si muero en este avión seré famoso como Gardel”. La anécdota solía repetirla en diversos escenarios.

No le dedicó a Gardel un escuálido haikú, una milonga, un cuento más corto que los de Monterroso.  Para Borges, Gardel era francés. Le otorgó esa nacionalidad en 1963 en una entrevista que le hizo Álvaro Castaño Castillo director de la HJCK. 

En esa ocasión admitió que “el mayor descubrimiento de Carlos Gardel, además del encanto peculiar que hay en su voz, fue el de dramatizar el tango, es decir, él fue un innovador”.

En otra ocasión vez, contó, escuchaba tangos en compañía de su madre en casa de un amigo, en Texas. “Mi amigo paraguayo puso en el tocadiscos tangos que a mí me desagradaban, y, de pronto, con mi madre, nos dimos cuenta de que los dos estábamos llorando. O sea que había algo de nosotros que gustaba de esa música, algo que misteriosamente nos conmovía, mientras que nuestra inteligencia lo condenaba”, agregó el memorioso.

EL ÚLTIMO DELICADO

La vez que lo conocí he debido recordarle que Ciorán lo llamó  “el último delicado”.  No estoy seguro, pero también le habría dicho a ver si le arrancaba una cierta sonrisa: “Borges, usted parece rezao. O inventado. Mejor dicho: usted no existe, Borges, ¿verdad?”. Olvidé  preguntarle la clave para aprender inglés antiguo, su “dulce lengua de Alemania”, o  intentar regalarse el japonés. 

Años después, me arrepiento de no haberle pedido autógrafos, el suyo y el de Azevedo Bandeiras, compadrito de una de sus ficciones. Ni hablar de una selfi que estaba sin inventar. (Aunque el espejo  es una selfi permanente)

En próxima encarnación le indagaré sobre su amor por los tigres y los espejos. No le preguntaré: “Si usted era ateo, Borges, ¿por qué rezaba?”.  La pregunta se la había hecho el dramaturgo español  Fernando Arrabal.  Borges respondió: “Rezo porque se lo prometí a mamá” (doña Leonor Acevedo). Con ella traducía textos al alimón, aunque la señora matizaba las palabrotas. Donde manda mamá, obedece eterno candidato al Nobel. 

Solo ahora lamento no haber tenido la voz de Edmundo Rivero que tanto le gustaba. Ni  se me ocurrió preguntarle por qué no le otorgaron el Nobel. He debido rematar, de puro lambón: “Peor para el Nobel que no se ganó un Borges, Georgie, perdón, don Jorge Luis”.

Claro que él tenía la respuesta hecha para esta ocasión: He sido candidato tantas veces que los rostros de madera de la Academia sueca creen que ya me lo adjudicaron.

Cuando lo conocí a Borges, como dicen los argentinos, envidié a su mujer, doña María Kodama, de origen japonés, delgada como un haikú. Y me acordé de Elsa Astete, primera dama del extraño ajedrez erótico de su vida.  Y así me hubiera fulminado con su mirada huérfana de luz, le habría preguntado: “Borges, ¿usted nunca amó, cierto?”.

No sé por qué no le pregunté qué nivel de ajedrez tenía para haber compuesto los complejos sonetos que nos dejó. Con gusto me habría dejado dar un mate suyo. 

Lo habría criticado por haberse tomado foto con mis paisanos el siquiatra Alfredo de los Ríos y el escritor Darío Jaramillo Agudelo, entre muchos otros. ¿Por qué no me invitaron señores Borges, de los Ríos y Agudelo? De haberme pillado que estaba ese día en Medellín lo habría invitado al Café Alaska, en el corazón de Manrique, cerca de la Casa Gardeliana. Allí tienen todos los tangos.

En fin, me arrepiento de no haberle repetido, lo que dijo una señora cuando vio a Groucho Marx en State Street, en Chicago: «Por favor, no se muera. Siga viviendo siempre». Que es lo que finalmente ocurre cada vez que recordamos su muerte o su nacimiento el 24 de agosto de 1889. “Vivió como si soñara”. (Líneas pasadas por latonería y pintura).

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