Por María Angélica Aparicio
En América se vivió la época de la inexistencia de monedas y billetes. ¡Carambuna! Fue una etapa privilegiada porque no había señuelos que garantizaran las trampas de hoy. Para obtener granos, verduras, frutas, maní, hierbas, o todo lo que se antojara, el juego de por medio era el trueque, un mano a mano sin artimañas, sin trucos desleales para disminuir el valor de las mercancías, o robarlas, si era el caso.
Antes de que aterrizaran los conquistadores, los indígenas vivieron con este método comercial. Muchos caminaron por la cordillera andina para llevar sus productos a otras tribus que se hallaban distribuidas en la misma cordillera, o en las zonas planas –como los llanos y las pampas– de Latinoamérica. Cambiaron tomates por aguacates; sal por minerales; pieles curtidas por zapatos ya elaborados; vasijas y adornos de barro por herramientas útiles.
Era, si, un comercio primitivo, pero ciento por ciento más sano. No había amenazas, discusiones, engaños ni coimas. No había reproches, o cárcel de por medio. Se escogían las cosas que llamaban la atención y se cambiaban por otras, en una negociación en que las palabras, (elemento de pacto sagrado) o las señas (cuando no se dominaba el dialecto) jugaban un papel trascendental.
Trueque campesino para alimentar la familia
Con el tiempo aparecieron, como formas de pago, las pepas secas que caían de los árboles; las piedras, las pieles de animales, la sal, los chivos y las cabras. Por dos pieles de tigre, o diez pepas de ojo de venado, se conseguían los objetos que se tenían por necesarios. Mínimos gritos, nulas peleas, ninguna desobediencia civil, enlodó este vigoroso cambio de artículos.
Las especias –como el comino, cardamomo y pimienta– producidas en China e India, constituyeron, entre otras, antiguas monedas. Sirvieron para intercambiar distintos objetos medievales. Pedazos de oro o de plata se utilizaron también como una forma de obtener servicios o de adquirir bienes. La tierra, en sí misma, se aprovechó para que los reyes pagaran favores a sus vasallos.
En los países africanos y asiáticos, la palabra sigue teniendo un destacado rol en el comercio. Se desarrolla a través del “regateo”, término que proviene del verbo regatear y que es simplemente: pedir rebaja. Regatear puede llevar horas para un turista no conocedor del asunto, pues, en los zócalos, –zona comercial– muchas mercancías van sin precio. Desde el momento en que se pregunta el costo, se inicia el arduo proceso de regatear hasta que, ambas partes, logran un acuerdo. El vendedor –sin inmutarse– sonríe para sí, mientras el turista termina con la lengua seca y tan desorientado como el mismo diablo cuando le tuercen el pescuezo.
El mundo fue evolucionando hasta el invento de las monedas y los billetes. Los españoles acuñaron el real de plata, moneda que comenzó a regir en el siglo XIV en Castilla, un inmenso territorio ubicado en España. Luego pusieron en circulación el medio y octavo real, los dos, cuatro y ocho reales. Las exigieron en sus territorios conquistados en este lado de América Española. Desde entonces –siglo XVI– se quedaron en nuestras tierras como piezas claves para el comercial del monopolio.
Me movía por la ciudad de Madrid, capital de la histórica España, cuando pensativa, subía por una calle de anchos andenes. Antes de llegar al paradero de buses, vi un papel doblado, tirado en el suelo, que no se movía pese al viento que soplaba. Al observar que no había basura en los alrededores, resolví recogerlo para depositarlo en una caneca pública, pero la vida me puso un traspiés: el papel era un billete de diez pesetas –entonces no existía el euro–. ¿Quién podía ser el dueño? Giré para buscar al propietario, pero no había una sola persona en ningún espacio del andén, tampoco en el otro, ni en el largo y arbolado separador de la avenida. Asombrada por la circunstancia, lo guardé.
En las horas de la noche, saqué la peseta. Le di vueltas al billete por ambos lados, poniéndolo después, bajo la luz de una lámpara. Lo examiné como si tuviera al mejor diamante del universo. ¡Sorpresa! No encontré nada distinto al hilo de seguridad, varias palabras impresas, algunas firmas, la figura del rey Juan Carlos, monarca de España. Si la peseta carecía de peso, de brujería, de magia, de cuento de hadas, ¿qué lo hacía tan importante? Podía perforar con un lápiz, cortar las esquinas, escribir pensamientos encima. ¿Por qué los billetes causaban tantas tragedias humanas?
Tal como iba el mundo, sin estos papeles ya nada se podía conseguir: ni una botella de agua. Era imposible pensar, sin plata alguna, en comprar alimentos, una vaca lechera, una casa de campo pequeña y cómoda. El billete partía de las ilusiones de los seres que habitamos el planeta. ¡Horror! Dolía descubrir que, sin este recurso emitido por los bancos, nos enfrentamos unos contra otros, nacía la pobreza, ganaba la impotencia. Era más puro el sistema de trueque de nuestros antepasados, que entrar en el maquiavélico juego de matarnos por unos cuantos billetes.
¿Por qué no rescatar los libros, la ropa súper y aquellos adornos que comienzan a actuar como alergias en los ojos, bajo el milenario sistema del trueque? ¡Chas! Sería la gloria.