Más tareas no hechas

Por Darío Jaramillo Agudelo
Luis Miguel Rivas, Más tareas no hechas (Seix Barral).-
El primer libro que leí de Luis Miguel Rivas (1969), envigadeño nacido en Cartago, fue Tareas no hechas (ver Gozar Leyendo # 12 aquí) armado con fragmentos de su blog, los que provocaron mi entusiasmo y mis elogios: “se trata –dije– de una escritura que proviene de la oralidad pero que es consciente del ritmo narrativo de lo escrito; una escritura que puede hacer arte mientras deshace las frases hechas y emite juicios y cuenta en primera persona historias, escenas cotidianas de cosas que le han sucedido. Esto último lleva al lector desprevenido –y divertido– a una identificación con el yo del narrador, lo que abre las vías de un humor desopilante, crítico y, a veces, propenso a la carcajada”. En suma, pensaba que “Rivas posee una de las plumas narrativas más interesantes que hay hoy en Colombia, muy por encima de muchas de las celebridades inventadas por el mercadeo”. 

En la nota del autor, que inicia este libro, define estos textos como “intentos de contar momentos –o más bien, de contar lo que pasaba adentro de la persona que atisbaba esos momentos”, cuenta que “son parte de una serie de textos que escribo desde hace varios años en lugar de hacer las cosas ‘más importantes’ que usualmente tengo que hacer”, e informa que existe una primera selección publicada en el arriba citado Tareas no hechas.

Y profundiza: “mientras concebía los textos que aquí reúno no pensé en otro objetivo que el de atrapar instantes con palabras. Años después de escribir muchos de ellos, releyéndolos para compilarlos y organizarlos en este libro, recordé, descubrí, un propósito vago y mudo que subyacía en el comienzo de la escritura y que solo se realizaba al teclear cada punto final: el simple descanso de haber dicho”. Como se ve, Rivas logra ser, al mismo tiempo, lúcido y modesto. Porque en verdad, el gusto con que leí hace ocho años su primera selección, aumenta al leer esta segunda y me lleva a hacer un balance mental del que concluyo que hoy en día, entre la prosa narrativa que más me interesa en Colombia, está la de Luis Miguel Rivas.

Y lo muestra desde la primera de estas otras tareas no hechas, “Mi vida como sospechoso”, en la que el lector se descubre sonriendo, mejor poseído por una sonrisa mental, mientras Rivas desarrolla la idea principal: “soy el que siempre sacan de la fila para una requisa exhaustiva, el que arrastra tras de sí a los vigilantes en los supermercados, el único del grupo al que la autoridad le pide los documentos, a quien los de la aduana le revisan con jeringa la caja de aguardiente, al que apuntan todos los indicios del jarrón quebrado, el terrorista que no lo sabe, el supuesto ladrón. El culpable a priori. A tal punto y desde hace tanto tiempo que he terminado identificándome con esa condición y a veces me sorprendo pidiendo disculpas a la gente por cosas que no hice e incluso por lo que ni siquiera se me ha pasado por la cabeza que podría hacer, dada mi aura, supongo”.

Y confiesa: “terminé acostumbrándome a las requisas hasta el punto de extrañarlas”.

Precisa Rivas que “hubo una época en la que la policía hacía redadas en Medellín para levantar jóvenes. No era sino que usted fuera joven y caminara por la calle y ya era sospechoso (…). ‘Se lo llevaron por intento de sospecha’, decíamos nosotros”.

Y termina: “a estas alturas sigo siendo el que soy sin poder ser otra cosa: el de la fila de las requisas, el foco de la mirada oblicua de los celadores, el bocadillo del policía que justifica su día, el emoticón que la gente de bien le puso a sus pavores sin nombre. Uno más de los millones de sospechosos que caminamos por las calles de las ciudades y que seguiremos siendo objeto del recelo hasta que se reconozcan los verdaderos culpables que todos conocemos”.

Ah, tengo que contenerme, pues apenas me he referido al primero de los treinta y ocho magníficos textos y ya me gasté una parte muy grande de una extensa reseña. Pero siguiendo con la crítica social, en la que el factor diferenciador de la gente es la riqueza que tenga y el verdadero dios es el dinero, Rivas inventa a un poeta, Leonardo Tangarife Urquijo y se presenta como ‘biógrafo y recopilador’ de su obra que aborda el tema por el lado del arquetipo de padre en la sociedad antioqueña. Y, freudianamente, invita a matarlo: “la falta de padre no fue obstáculo para que surgiera en mí la necesidad de matarlo (…) Me refiero al padre paisa, ese tirano doméstico y bien intencionado, que se somete a brutales sacrificios para traer a nuestro hogar la comida y el sustento, adobados con el acre sabor del sacrificio y la brutalidad con que fueron conseguidos; ese déspota que considera el cariño una mariconería, el sentido crítico un irrespeto, el ocio una sinvergüencería, a la obediencia un valor, a la imposición una virtud, a la marrullería inteligencia, a los pobres unos vagos, a los ricos unos prohombres, a la autodeterminación una altanería, a la duda una debilidad y al acto de expresarse una habladera de mierda. Ese padre: tendero, taxista, vendedor, supervisor, obrero, oficinista, comerciante; sumiso con los poderosos y arrogante con los débiles, que cumple con su mandato de formar hijos igualmente sumisos y arrogantes, verracos, echados pa’lante; ese bienintencionado motor de una sociedad que es un mal ejemplo para los niños; ese tirano, implantado en nuestro espíritu como un brete hecho de dinero y verraquera, que ejerce su poder desde una oficina, una fábrica o una tienda con la misma tosquedad con que su ancestro arriero empujaba mulas por caminos agrestes. A ese padre es al que muy humildemente vengo a invitarles a que matemos”.

Su más temprana juventud de barriada de Envigado lo lleva a contarnos de su íntima vocación rumbera y de su llegada a la escritura: “Con los años nos convertimos en las cosas concretas que podíamos ser de acuerdo con cada uno: obreros y tenderos y sicarios y técnicos de computadores y vendedores puerta a puerta y albañiles y mandaderos de mafiosos y borrachos y testigos de Jehová y bazuqueros y empleados de los que habían sido los niños de El Poblado y Laureles; de eso no me quejo, eso somos, así vivimos a nuestra manera y en medio de todo a veces no la pasamos tan mal”. Y más adelante: “La otra vez, por ejemplo, llevaba una semana tomando aguardientico desde por la mañana y metiéndome unos pasecitos a partir del mediodía y dándome unos plones cada tanto, una cosa tranquila, sin excesos ni vicios, como he visto que hacen algunos miembros de las familias más respetables. Hasta que me dio por parar. Qué problema. El purgatorio en carne y hueso. La angustia y el sufrimiento propiamente dichos. La pregunta metódica en tan urgente trance fue: ¿Si lo que me está haciendo daño es parar, por qué tengo que parar si no quiero parar? No me respondí que porque estaba destruyendo mi vida ni que si no paraba después iba a ser peor. Ni ninguna de esas cosas. –Tenés que parar porque no tenés plata y ya no te fían en ninguna tienda (…). Cuando por fin asimilé le realidad, el sufrimiento aumentó hasta transformarse en desazón suprema, en pavor sin límites, en la materialización de esos versos de Ciro Mendía: ‘no tengo perro ni gato, / La tormenta se avecina, /La soledad me asesina, / Veo en mi lecho alacranes / Veo en mi baño caimanes / Y un pistolero en la esquina’”.

Es ahí cuando aparece la escritura: “un día las cosas empezaron a cambiar. Un proceso largo de trasteo y emoción el amoblado mental (…). Empecé por enfrentar la dicotomía trabajo-parranda, a través de la eliminación de uno de sus componentes: dejé el trabajo. O por lo menos el que realizaba. Cosa de entrada muy difícil, ya que una de las columnas del pensar vicioso es el ‘miedo a perder el trabajito’. Aterrorizado pero optimista dediqué el tiempo recuperado a lo que sabía que quería mi persona pero que nunca me atreví a tomar en serio: escribir (más que al acto de escribir, me refiero a un modo de vida que gira en torno a la posibilidad de hacer eso). A medida que iba escribiendo mis cosas sin afán ni pretensiones empecé a sentirme montado en un tren que por fin me correspondía, sin destino fijo, pero lleno de sentidos. Traté de que esa actividad fuera también mi manera de ganarme la vida, escribiendo cosas por encargo, asunto complicado porque el modo de pensar vicioso no le da mucho valor al hecho de juntar palabras si detrás no hay una ganancia factible. Pero, aparte de la economía, todo empezó a mejorar dentro de mí. Han pasado varios años desde eso. En estos días andaba en una de las parrandas que me pego ahora, de solo dos diítas, con cerveza, música de YouTube y uno que otro bareto. Cuando decidí parar. Quería levantarme despejado al día siguiente para seguir escribiendo la historia en la que he estado trabajando todo este año. Nada de conflicto. Solo el cuerpo pidiendo más alcohol. Pero era una vocecita de niño malcriado al lado de esa voz contenta y llena de vida que me iba dictando la trama de la historia”.

Así llegamos a un texto, “¡Usted no sabe quién voy a ser yo!”, en el que da pistas de cómo se encuentra con su vocación: “En octubre de 1996 quedé de segundo en un concurso nacional de cuento y mi nombre salió en El Colombiano. Con el periódico en la mano busqué a mi mamá y puse la noticia ante sus ojos para que viera que eso que yo tanto hacía encorvado frente al escritorio, ‘en vez de estar haciendo algo provechoso’ (…). En los siguientes quince años solo volví a ganar plata con la literatura en dos concursos (…). No volví a ganar nada pero seguí escribiendo relatos y poemas que leía a los amigos en las cantinas, las fiestas y las reuniones. Fue por esa época cuando algunos conocidos empezaron a identificarme con el tío bohemio que cada uno de ellos tenía y que toda familia en el país tiene en su haber (junto con el cura, el emprendedor y el mafioso) (…). Lo cierto es que un día aterricé en Buenos Aires. A cada rato digo que llegué aquí con 700 dólares, un libro de Chéjov y cuatro mudas de ropa, con la intención de dedicarme a escribir, cosa que no es tan cierta (uno crea sus propios mitos para hacerse a una épica personal que le dé ánimos). En realidad, solo estaba desesperado. Lo que sí es cierto es que vine con demasiadas ilusiones artísticas como para engancharme en cualquier trabajo de inmigrante urgido y muy adulto para ejercer los oficios que desempeñan los veinteañeros con ánimo de aventuras. A pesar de los apremios de la realidad me sentía incapaz de trabajar. Eventualmente alguna revista me pagaba cualquier cosa por un cuento. O me encargaban la escritura de un texto que me daba para vivir con lo justo por un tiempo. Pero nunca pasé lo que se llama hambre. Eso sí, conocí todas las variedades posibles en la preparación del arroz con huevo”.

A lo largo de Más tareas no hechas, y también en clave autobiográfica, aparece el fútbol varias veces: “vine a enterarme de la importancia mundial del fútbol envigadeño recién llegué a Buenos Aires, cuando noté que los equipos del campeonato profesional argentino habían copiado los nombres de los equipos de mi pueblo. San Lorenzo, River, Boca. Con esos equipos (los originales, los que jugaban en la cancha de arenilla del barrio El Dorado) nació el fútbol, el primer fútbol de verdad que vi en persona: partidos con jugadores uniformados, guayos y árbitro vestido de negro con silbato, libretica y tarjetas, en cancha grande con las líneas marcadas, como se jugaba en la televisión, y no como lo jugábamos nosotros todos los días (hasta cinco o seis cotejos diarios) en una calle inclinada, con piedras como arquerías y tenis rotos o botas desjarretadas, y hasta zapatos de la primera comunión para estupor de las madres y con equipos claramente diferenciados por uniformes inconfundibles: uno sin camiseta y otro con ella”.

El día de la final del último campeonato mundial de fútbol, Rivas estaba en Buenos Aires y salió a la calle: “bastó salir de mi casa para sentir que no estaba pisando las calles de una ciudad sino flotando en un estado de ánimo (…). Al llegar a la estación de Callao (…) me bajo y camino detrás de la gente que ha descendido de los otros vagones. Veo el 10 estampado debajo del nombre de Messi en la espalda de un señor de hombros caídos que camina algo rengo; lo paso y encuentro un Messi de cabeza pelada que abraza a una Messi de nalgas suculentas y pelo ensortijado; luego llego a la altura de un Messi gordo y crespo llevando de la mano a un Messisito de unos cuatro años que arrastra un dinosaurio de peluche; en las escaleras eléctricas alcanzo una Messi de canas y cuerpo encorvado apoyada en un bastón y luego dos Messis adolescentes que van palmoteándose y riendo detrás de un Messi musculoso con un tatuaje de Messi en el brazo. Salgo a la calle y veo Messis y Messis por todos lados y creo haber surgido a una realidad distópica donde todo el mundo es la misma persona sin dejar de ser cada uno”.

En apariencia menos notable, pero con un puesto esencial en la sensibilidad de Rivas, está su conciencia de los lugares (“el espacio es sensible, las casas perciben a sus dueños, incluso con más agudeza que los perros. Absorben y expresan los sentimientos que no son capaces de trasmitir y que incluso no saben que tienen quienes las habitan”). Básteme como ejemplo este párrafo sobre la Gorda de Botero sita enfrente del Banco de la República en el Parque Berrío de Medellín: “a la Gorda de Botero nunca le ha llegado la persona con la que se tenía que encontrar y sigue ahí, tranquila, sin mirar la hora, impasible en medio de tanto ajetreo de la calle Colombia y del agite de la zona más agitada de la ciudad; ‘doscientos kilos de paciencia neta’, me dije esa tarde, ahí, recostado en el muslo derecho de la Gorda, mientras Doris no llegaba (…). Contemplé a la Gorda con devoción; soberana del centro, madre descabezada de los vendedores de tinto, hada manca de los mangueros, matrona de los jubilados, protectora de los loteros, faro de los transeúntes apresurados, madrina de los bonaiceros, y silenciosa reina de los ciudadanos distraídos. Pero sobre todo: diosa medellinense de los esperadores”.

En fin, un libro muy serio pero lleno de humor, un libro muy sincero y, por tanto, también, con rasgos duros –en medio de un aparente desapego–. En fin, un libro excelente. 
Diccionadario“En la oscuridad las palabras pesan el doble”. Elias Canetti 
Tomado de Diccionadario (Pre-Textos): Curiasidad: la curiosidad de la curia.
Persipicacia: intuición iraní.
Cientísico: sabio tuberculoso.
Tomado de Diccionadario (Pre-Textos): 
Curiasidad: la curiosidad de la curia.
Persipicacia: intuición iraní.
Cientísico: sabio tuberculoso
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