Por María Angélica Aparicio P.
En estos veintitrés años de nuestro siglo hemos visto, en vez de acuerdos y paz, la implacable furia de la naturaleza con sus incendios, derrumbes, inundaciones y terremotos. Hemos sido testigos, también, de la manía del hombre por perpetuar la violencia y las guerras. En 1939 –hace 84 años- los alemanes invadieron Polonia para iniciar su plan de ocupar toda Europa. En el año 2022, los rusos copiaron la actitud de invadir, para entrar, sin autorización y bajo amenazas, al extenso territorio de Ucrania y ampliar su frontera física.
En Europa oriental se encuentra uno de los países más motivantes del mundo: justamente Ucrania. Por su posición geográfica comparte con los rusos una frontera terrestre de 1.974 kilómetros de longitud, un tramo considerable para su conflicto actual. Su territorio, aprovechado al máximo para la agricultura, está privilegiado por una red de ríos como el Danubio del cual nacen numerosos afluentes que lo nutren. El río Dniéper –río internacional– se convierte en la corriente de agua más larga de Ucrania. Como ocurre con el río Magdalena en Colombia, recorre de sur a norte, en sentido vertical, este inmenso país.
En el sur de Ucrania se disfruta de otras fuentes naturales distintas a los ríos: se viven sus mares. El majestuoso mar de Azov resulta tan importante como el Dniéper y el Danubio. Se trata de un mar pequeño, de poca profundidad, cuya salinidad –escasa por naturaleza– produce el color verdoso que da fuerza a sus aguas. En la forma irregular de Azov –que se asemeja al puño de una mano con el índice levantado– hay un estrecho angosto, en el sur, bautizado con el nombre de Kerch. Cuando los ucranianos, los europeos o los turistas atraviesan este interesante estrecho haciendo uso de cruceros, botes o embarcaciones de lujo, terminan desembocando en el mar Negro, cuyas aguas opacas, casi negras, causan a los paseantes más miedo que fascinación.
En el mar de Azov, la península de Crimea conquista un territorio de 27 mil kilómetros cuadrados. En esta península –pedazo de tierra saliente– hay dos puertos marítimos que disfrutan de gran reconocimiento mundial: Yalta y Sebastopol. Para los ucranianos, Sebastopol ha sido su puerto nacional, su joya preciada, la pieza de ajedrez más importante de su tablero porque, aquí, precisamente, existe una base naval que sirve de apoyo a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Antes de convertirse en una ciudad portuaria, Sebastopol había sido un territorio de disputas, de tensiones, de odios entre rusos, otomanos, ingleses y franceses. ¡Todos querían conquistar este pedazo de tierra! Y se despellejaron por Sebastopol. En la segunda guerra mundial, la asediaron durante días enteros, casi nueve meses de ofensivas. Ni los militares ni los políticos querían detener su codicia por este estratégico pedazo de tierra. Y los rusos, especialmente, nunca se cruzaron de brazos, porque entre otras cosas, esta ciudad había sido fundada por la zarina rusa Catalina II.
El puerto de Yalta tiene, en cambio, una connotación más universal, más de transcendencia histórica: aquí se realizó la importante conferencia de Yalta que reunió al presidente Franklin D. Roosevelt –de Estados Unidos- y a José Stalin –presidente de la Unión Soviética- para sentar las bases que pusieran fin a la segunda guerra mundial. Corría entonces el año 1945 cuando estos líderes, representantes cada uno de su país, tomaron asiento en Yalta, frente al mar Negro, para hablar de la guerra. Las bombas, la confusión, los campos de concentración, los heridos, seguían siendo los peones del ajedrez, había que derribarlos al precio que fuera. Yalta fue el receptor que recogió el intercambio de ideas para finalizar semejante batalla, fue la sala donde se discutió el futuro de nuestro planeta.
En el año 2014 –hace 9 años– los militares rusos tomaron, como si fueran muñecas de trapo, la península de Crimea y el bonito puerto de Sebastopol. La famosa base naval, desde la cual no pudieron defenderse los ucranianos, quedó bajo el control ruso. Pronto se anunció que estos espacios geográficos quedarían anexados como dos estados más de la Federación Rusa. Ocho años después, en febrero del 2022, –el año pasado– los rusos volvieron a sus calculadas andadas, más de ambición que de buenas intenciones: invadieron a Ucrania cuando ningún país del mundo –ni Estados Unidos ni la Unión Europea– daban certeza a sus amenazas. El día 14 del mes de febrero rompieron la frontera terrestre que los conectaba con su vecino, entrando sin permiso, a velocidades de relámpago, como habían hecho los alemanes con Polonia en 1939.
Frente al rápido conflicto armado que se levantó, varios países de Occidente se pusieron de pie, del lado de los ucranianos, junto a los cuarenta y tres millones de personas que habitaban Ucrania. Ni un paso a favor de los invasores, ningún soldado para apoyar las estrategias de Vladimir Putin. Canadá, Australia, Estados Unidos, Francia, Alemania, Noruega, Suecia, se sumaron al coraje, al esfuerzo, a la defensa de quienes habían sido ofendidos de cabeza a pies.
A comienzos del 2023 algunos países aliados de Ucrania –Francia, Reino Unido, Alemania- ofrecieron al presidente Vladímir Zelensky un arma de defensa poderosa de varios miles de dólares: sus tanques de guerra. Estos monstruos de acero, equivalentes a los feroces aviones de la segunda guerra, con más de 9 metros de longitud, de varias toneladas de peso y que pueden desplazarse a 70 kilómetros por hora, entrarán en juego cuando lleguen a Ucrania al finalizar este año.
Cuatro soldados serán los responsables de conducir cada tanque Challenger (Reino Unido) Leopard (Alemania) y Abrams (Estados Unidos) –que llegarán pronto– para lograr así más fuego, mucho más fuego, y conseguir cambios sustanciales en la guerra. Los ríos Dniéper y Danubio, los mares y el puerto de Yalta –todavía de Ucrania– se sentirán inquietos frente al ruido y la contaminación que traerán estos artefactos insensibles, sostenidos por 16 ruedas de acero, armados con cañones y ametralladoras.
Tristemente, hemos llegado al empinado punto de que el diálogo, los sentimientos y los derechos humanos serán reemplazados por máquinas de tres metros de altura que, al moverse y apuntar, seguirán aumentando la desolación y los muertos entre los bandos que libran esta trágica guerra.