Lunes del ajedrez: Yo, el peón

Exlibris de Jorge Hernández, ajedrecista y marchante de arte.

Por Óscar Domínguez Giraldo

Los proletarios peones del ajedrez somos la sal de la vida de este juego perfecto como una mujer de medidas 90-60-90.

Entre las piezas del ajedrez, somos las únicas que tienen reservado el derecho a la reencarnación o resurrección. Esto ocurre cuando llegamos a la tierra de promisión de la octava casilla de nuestro contradictor. 

En esa sala de partos de la octava casilla cambiamos de sexo de la mano de nuestro ginecobstetra de cabecera (el propio jugador). El nuestro es el único caso de travestismo o cambio de sexo incruento.

Como peón, soy al mismo tiempo Liliput y Gulliver. Si me toca

arrancar de David al principio del juego, el «contexto» me puede

convertir en Goliat. Encarnamos la discreta importancia de saber ser pequeños. 

Vivimos con la vida peniente del tablero blanco y negro. Somos daltónicos de dos colores.

En esa democracia lúdica que es el ajedrez nos codeamos con el blancaje del juego ciencia. Como peón, amo la plasticidad y versatilidad de mi dama; compadezco las limitaciones de eunuco del rey (de burlas); envidio la estética agilidad y la lealtad del caballo; alabo la vida en diagonal del alfil y celebro la  eficiencia  demoledora de la torre.

Si perro no come perro, peor para ellos. Cuando nos toca practicar la necesaria antropofagia del ajedrez, nos comemos los unos a los otros. Es nuestro mejor menú. Y maná.

A los peones nos gusta la lucha hasta quedar desnudos. Consideramos las tablas como la muerte del ajedrez (Fischer dixit), un monumento al bostezo, un epitafio a la falta de ganas. La pereza en su peor-mejor expresión.

Así se refiere a mí el cubano Cabrera Infante en  su perfil sobre su paisano Capablanca, excampeón mundial : «… esa pieza que se parece extrañamente a un clítoris que se mueve inexorable hacia la reina opuesta». 

Para acabar con la monotonía, Fischer propuso alguna vez alterar la posición de las piezas al principio de las partidas; Capablanca sugirió agregar dos peones más. El mundo blanco y negro guardó silencio más que mudo. Aunque de pronto hay ensayos pero todas las ideas pasan al cuarto del reblujo.

Los peones – cenicientas de tacón bajito- vivimos en período de prueba. Amamos el juego por el juego. Nos jugamos íntegros siempre. Hasta dejar las tripas en cada juego, como dice el Nobel García Márquez que se debe escribir.

Nadie se ha preguntado qué pasaría si hubiera huelga de peones.

Elemental, queridos Watsons: se acabaría el espectáculo, y el hindú que inventó el ajedrez habría perdido su tiempo. Témanle a una escasez de mujeres y a un silencio de peones.

Cuando por alguna escaramuza del destino quedo en la anómala  posición de peón doblado, para superar el bochorno me figuro que quedé en actitud de tas-tas, como se estila en el billar. Ya habrá tiempo para desdoblar mi personalidad.

A veces se me presenta la alternativa de asumir como peón al vuelo o al paso. Son gajes del oficio de la peonada. Entonces toca sacar todo el pragmatismo que llevo por dentro para decidir entre las dos opciones.

No somos de los mismos con las mismas. Así como nadie se baña dos meses en el mismo río, nunca jugamos la misma partida. Es la lección de creatividad permanente que los de  la hermandad de las piezas le damos al insoportable «homo vestidus».

Y que lo sepan de una vez: vinimos para quedarnos. A los jueguitos de la era de internet les llevamos más de dos mil años de ventaja. Ninguno nos va a sacar a sombrerazos del tablero. O sea de la vida. (Líneas pasadas por latonería y pintura).

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