Lunes del ajedrez: Yo, el caballo

Caballo del ajedrez (composición de María Teresa Moreno).

Por Óscar Domínguez Giraldo

Como los potros veloces casi me salgo del cuero en mi casilla. Eso sí, no doy tregua cuando me digo a andareguiar por el tablero que es mi mundo.

Suelo abandonar mi escaque rápido para alcahuetear el tempranero divorcio entre rey y reina por la vía del enroque…  El enroque es el típico matrimonio por conveniencia. 

Los caballos del ajedrez  hacemos del juego una carrera de  obstáculos. Por eso saltamos en forma de ele.

Nuestro reinado se extiende a lo largo de la partida. Salvo que nos  cambalacheen en la apertura o en el medio juego. En tres torre somos más inútiles que un preservativo con huequitos.

Por nuestra elasticidad las demás piezas nos “matonean”. ¡Qué no dicen de nosotros! Donde menos se piensa salta el caballo. Somos la liebre del  tablero. 

Ojo que en ajedrez a caballo regalado sí se le mira el diente.  ¡Cuidado con un sacrificio  de equino!    

Tampoco crean que porque el indio es pobre la maleta es de hojas: no olviden que un colega cuadrúpedo se hizo nombrar cónsul por Calígula. De pronto reencarno en caballo de Troya. Yo mismo puedo convertirme en regalo envenenado.

Los caballos tenemos menos prensa que los perros. Otro gallo cantaría si se nos permitiera dormir dentro de las casas o era en la ventanilla de adelante el carro. En fidelidad, nadie nos aventaja.  Preferimos el perfil  bajo,    

En una revista de peluquería leí: «El caballo es tu espejo. Nunca lisonjea. Refleja tu temperamento. Refleja también tus  vacilaciones. No te enojes nunca con tu caballo. Sería como enojarte  contigo mismo». 

Nadie olvide que «un caballo sabe pronto si su jinete es un hombre o una bestia». También por la forma como nos  mueven sobre el tablero, adivinamos el ELO, ego o tamaño del ajedrecista que hay detrás.

Jenofonte dijo de nosotros que «el brío para un caballo es  como el temperamento para el hombre».

Me gusta la forma como los artistas pintan caballos como los de Alejandro, César, Napoleón, Simón Bolívar. Ahí estamos pintados. Duchamp, ¿por qué nos ninguniaste?

Si los caballos nos suicidáramos en primavera, lo haríamos arrojándonos desde el ego que nos produce vernos retratados por grandes maestros. Como Arenas Betancourt. O Botero.

Somos los responsables de la fiesta brava sobre el tablero. Y olé. Hasta en el cielo estamos: no olviden que el profeta Elías fue  arrebatado en un carro de fuego con caballos.  

Recuerden que en sueños, los caballos de la Doña María Félix (“tan bella que hace daño”) le anunciaron el inicio de un incendio en su cuadra. “Ceja de lujo”, de piyama que le quitaba el sueño al Flaco Lara  acudió en su auxilio y los salvó.

Si bien la envidia no es nuestro fuerte qué envidia del caballo que montó, desnuda, Lady Godiva. Se me pone la carne de gallina de pensar en semejante monta.

Ignoro porqué Jesús entró en pacífico burro a Jerusalén estando nosotros de por medio. Lo vi mal. 

Mi despedida es a lo  Llanero Solitario: “Arre, Plata, vamos”! (Líneas pasadas por latonería y pintura).

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