
Por Oscar Dominguez Giraldo
Sus colegas le preguntaban adonde podían enviarle correspondencia. Respuesta: “Envíamela a Óscar Castro, el mundo”. Desde hace diez años, la correspondencia se le pueden enviar a: Óscar Humberto Castro Rojas, lote 17, tumba 524-1, Campos de Paz, Medellín, al lado del hígado del club El Rodeo.
Castro era mitad realidad y mitad ficción. Nacido y fallecido en abril (8-1953, 15-2015) anduvo por la vida encarnando a la vez al excampeón mundial Bobby Fischer, y a Luzhin, el brillante jugador de ajedrez, protagonista de la novela La Defensa, de Nabokov. En vida, Castro se encarnó a sí mismo.
Fue un rebelde con y sin causa. Vivió su vida, no permitió que se la vivieran. Fue máster en soledades, amores atravesados, generosidad, ajedrez, bohemia, lecturas, viajes, tangos, parques. Rabiosamente independiente, tenía el mundo, la calle, por hábitat. Vivía como dentro del olvido.
Andaba ligero de equipaje. Cero maletas. “Para eso están los almacenes”, alegaba. Una vez viajó a Nueva York, cuenta Emilio Caro, su amigo y colega. Castró llego con un libro decorando el sobaco por todo equipaje. Nada de ropa. Un hombre así es sospechoso de todo. El tío Sam casi le niega el ingreso.
Está en el podio de los mejores trebejistas criollos al lado de su amigo Carlos Cuartas, Luis Augusto Sánchez, Miguel Cuéllar, Boris de Greiff – quien lo apodaba el Mulato-, para mencionar solo la vieja guardia que ya está en posición decúbito dorsal. Están sentados a la diestra de Caissa, diosa del juego que parece una ciencia al decir de Capablanca.
La última participación de Castro fue en el tradicional festival de San Antero, Córdoba, donde volvió a brillar. Días después moriría de vida en plena Semana Santa.
Castro, el misterioso, dormía en hoteluchos de dos pesos, en un salón de billar. En los parques. “Toda mi vida podría definirse como la de un hombre que gastó su vida en un hotel, una pensión o un cuarto cualquiera. Casi nunca he tenido espacios propios; no es que a mí no me gusten los objetos, pero creo que nunca he tenido nada propio…”, dice en una entrevista publicada en el libro Óscar Castro, El Jugador, de Luis Santiago Arango y Marco Aurelio Arango.
La carátula del libro es una pintura de Castro, obra de la argentina Marcia Schvartz, la compañera sentimental del maestro en los años ochenta con quien tuvo un hijo, Bruno, “que él hubiera querido llamar Carlos, por Gardel”.
La pareja se conoció en el barrio Gótico de Barcelona. “Frecuentábamos los mismos bares nocturnos donde todos hablaban con todos. A él lo enamoró mi tristeza y nos unió la nostalgia del tango… Aparecía y desaparecía como siempre fue su modalidad… Su desapego y su profunda libertad me enseñaron a ver el mundo con menos miedos”, escribió Marcia en una nota para el mencionado libro.
El prólogo lo escribió el maestro Leontxo García, periodista de El País, de Madrid, quien no se pierde movimiento ajedrecístico que se haga en el tablero mundial. De Castro dijo García que “irradiaba un hedonismo descafeinado, como si las penurias acumuladas en su vida le impidieran disfrutarle del todo, incluso en los días de éxito”. Una más de García: fue “un genio que no quiso ejercer como tal”.

«Admiración y desconcierto causaba Óscar Castro en quienes lo conocían. ¿En qué consistía el magnetismo inquietante de este jugador de ajedrez, acusado de ser borracho y despilfarrarlo todo, incluso su excepcional talento?». (Texto tomado de la revista El Malpensante que publicó un perfil de Castro (El último samurái) escrito por el filósofo y escritor cal
Con Castro escuché tangos en El Viejo Almacén, del centro de Bogotá, donde era fijo los fines de semana. Su preferido era Sur, en la versión del Polaco Goyeneche.
Su amor por los parques era la insólita forma de disfrutar la libertad que se regaló. Una anécdota ilustra esa devoción. En Viena, la policía lo sorprendió en plena faena onírica en un parque. Le pidieron papeles. Confirmados los datos con el hotel donde se alojaba, le dijeron que podía retomar el sueño donde lo había dejado. Pero en su hotel.
Óscar Humberto, producción del barrio Aranjuez, cinco veces campeón nacional, subcampeón mundial juvenil en Suecia, en su inglés de ajedrecista y derrochando migajas de alemán, imploró ante la autoridad competente que lo dejaran dormir allí, cobijado por las estrellas. Aunque Strauss no lo crea, la policía accedió. No era raro verlo dormir en el Parque de los Periodistas, epicentro de la bohemia de Medellín.
Cerca de allí, en una banca de parque, en la Avenida la Playa, Castro se fue volviendo eternidad. Murió en su ley en 2015 después de una intensa jornada de bohemia, sobregirado de vida, bohemia, talento, informalidad, excentricidad. Al principio se habló profusamente de la muerte de un N.N. Se trataba de Castro.
En la sala de velación Villanueva, por los lados de la Avenida Oriental, llovieron hermanos como orquídeas, uno de ellos habitante de la calle. Muchos de los hermanos no se conocían entre ellos. Decía Castro que la suya era una familia disfuncional. Había partido cobijas con su árbol genealógico.
“Es que mi familia es como desconectada, y yo no tuve conocimiento o imagen de ningún orden con ellos… ¿Recuerdas el libro de Los Hijos de Sánchez? Es parecido a lo que ocurre en muchas familias colombianas”, se lee en la entrevista de marras.
En su travesía sobre los 64 escaques pulverizó a grandes maestros como el excampeón mundial Tigran Petrosian, Geller, Sigurjonsson. Las partidas que les ganó – el tío Google se las regala – son tan bellas que provoca darles un tardío pésame a los perdedores. O felicitarlos. Hay derrotas que mejoran currículos.
No le importaba ganar sino jugar hermosas y contundentes partidas. Allí estaba la ética y estética de Castro. En las partidas no le gustaba recorrer caminos fáciles. Pronto buscaba el entrevero, salirse del libro, del libreto. Era libre en su soberbio libertinaje. No nació para la vida fácil dentro ni fuera del tablero del color del día y de la noche. Vivió a la enemiga, como diría el filósofo Fernando González.
Otro filósofo, Estanislao Zuleta, cuyo ámbito frecuentó Castro, además de reconocerle talento para el ajedrez y la lectura, lo consideró una promesa para el mundo intelectual. Castro no tenía interés de figurar ni en el mundo del ajedrez. Vivía ese deporte. Y punto.
En su forma de ejercer el ajedrez había belleza, talento, estudio, arrojo, audacia, originalidad, estudio, rebeldía. Daban ganas de sacar a bailar a la dama de su ajedrez.
En Bogotá, era usual encontrarlo en uno de sus sitios preferidos: El Lásker, de la 22 con carrera Séptima, segundo piso, sin ascensor. Allí tomé tinto con el insólito trebejista. La mesera le ordenó que pagara mi tinto por adelantado. Solía agarrar su propia leyenda y se iba sin pagar. No por malandro, sino porque ¿qué es esa pendejada de pagar por consumir algo? Si su dinero era del prójimo, lo del prójimo era suyo y sanseacabó. Un óleo de su cara cuelga de la pared del Lásker. El día que lo vi estudiaba un libro de ajedrez, en el idioma de Fischer.
Castro se graduó como mecenas de vagabundos. Ejemplo: Un colega suyo español contó que de regreso al hotel en Madrid, encontró a un hombre que dormía en la calle en pleno invierno. Se quitó su chaqueta y lo cubrió con ella. Le advirtieron que en uno de los bolsillos estaba la plata del premio. “¿Se imaginan su alegría cuando descubra el dinero?”, preguntó el insólito Castro. Daba de lo que tenía y de lo que le hacía falta.
En Praga se ganó en un torneo una artística figura del ajedrez en cristal de Bohemia. No reclamó el premio. Lo monitorearon por todas partes hasta que le hicieron llegar el trofeo a su casa en Medellín. Se lo regaló al primer amigo que se enamoró de él. La anécdota la cuenta su hermana Olinda.
Luis Alberto Palinuro Arango, su amigo librero de Medellín, hablando de Óscar sintetiza: “Un generoso, en eso era inmensamente rico. Lo era a manos llenas, con todo lo que recibía, y así esperaba que fuera el prójimo”.
En Manizales tenía su club de fans. “Era el hombre más libre que conocí en mi vida”, resumió Luis H. Aristizábal. Ese podría ser su epitafio.