Por Óscar Domínguez G.
Tienen el club de ajedrez por casa y los 64 cuadros blancos y negros por cárcel. Llegan con los primeros jaques del día y se evaporan a regañadientes con los mates postreros.
Pagarían por dormir en esos sitios que son su vida. Saben que en la noche tendrán que asilarse en sus apartamentos de cero estrellas. Con cara de enroque largo imploran a los dueños del local que les permitan quedarse. Sus penas y alegrías están en el mundillo blanco y negro.
Son la sal del juego que les permite reencarnar en cualquiera de las 32 piezas. Es su forma de celebrar el milagro del ajedrez que les da estatus, los exonera del olvido. En su honor es lícito repetir un lugar común: Si el ajedrez no existiera los solitarios lo habrían inventado. El matusalénico juego es su modus vivendi, jugandi, comiendi, para decirlo con gerundios pecaminosos.
En sitios como Los Peones, de Junín con Maracaibo, segundo piso, sin ascensor, o en el viejo Maracaibo que reencarnó en predios del pasaje La Bastilla, en pleno centro de Medellín, van a vivir, hablar, hacer amigos. O ver pasar el tiempo.
Solo se permiten idilios con la reina del tablero. Le ponen cuernos viendo jugar billar, o llenando crucigramas, destino en el que son duchos. Su condición de anacoretas urbanos los ha convertido en espléndidos autodidactas.
Su sino es invertir sus ocios en templos donde el ajedrez y el billar se respetan sus espacios, no se pisan las mangueras. El tas-tas de las bolas al golpearse opera como banda musical de fondo. El matrimonio ajedrez-billar se remonta a la época del “Café de la Régence” en los parises de las francias. Rousseau y Voltaire se daban sus aires por allí.
Los solitarios saben que en los clubes encontrarán mecenas a cambio de lealtades que duran lo que una partida rápida o lenta. No tienen prisa. El estrés no fue hecho para ellos.
Aconsejan, sugieren jugadas, envían mensajes telepáticos o aplican rodillazos debajo de la mesa para evitarles a sus mecenas la emboscada que se ve venir. Los hay que en una sonrisa o una malacara envían información privilegiada.
Los solitarios tienen su cepillo de dientes por único mobiliario, dice Jorge Hernández, quien orienta una de las tantas tertulias de trebejistas existentes en Medellín. (Aliviate rápido, hombre George, coleccionista de baypases).
A estos lobos esteparios los acompaña una peinilla amaestrada para ordenar el pelo o un pañuelo donde siempre habrá rastros de sudor, lágrimas, soledad, mocos.
Tienen dos mudas de ropa: el pantalón raído en los cuartos traseros que llevan puesto, y el café donde juegan mientras les lavan el otro.
Nacieron para el anonimato. No los trama la ofensa de triturar horarios de oficina o pagar impuestos que van a dar a la cuenta bancaria de malandros de cuello duro a los que, yéndoles mal, les darán la casa por cárcel.
La historia de los clubes de ajedrez es la de la lucha por la supervivencia de estos nostálgicos especímenes que no tienen fecha de vencimiento. Siempre serán parte del paisaje.
Solitarios hay que pasan por los salones Maracaibos, el viejo y el nuevo, se regalan una furtiva lágrima, reverentes inclinan el pescuezo ante su viejo Taj Majal y retoman la andadura rumbo a cualquier Itaca. Cuando paso por allí imito el ritual de mis solitarios colegas trebejistas. (Líneas sometidas a latonería y pintura).
EL PROBLEMA DE AJEDREZ